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Encuentro con un sueño (cuento de verano)

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

Sólo la había visto una vez, pero le fascinaba su carácter recio, la viveza de su inteligencia y la dulzura que revelaba, aun en contra de su temperamento.

Era una mujer que sabía sonreír de las tres formas que a él le encantaban: Con la boca, con los ojos y con el corazón.

Sus ojos color miel dejaban entrever la dulzura de un rico panal, si logras evadir el aguijón de las abejas.

Pero, ¿cómo acercarse a ella, si no existía un punto de contacto cotidiano?

La oportunidad se le presentó un día que la escuchó decir que iría de vacaciones a Los Cabos.

Él estaría allá, por esas mismas fechas. "Ahí estaba una oportunidad", dijo para sí y se atrevió a preguntarle:

"¿Me permites que te llame, estando allá?" - inquirió.

"Sí, claro. Si así lo deseas" - respondió ella.

Por fin llegó el día y él la llamó, entre sentimientos de angustia, alegría e incertidumbre.

"Te invito a comer", -le dijo-. "Pero ya es casi la hora"; respondió. "No importa, paso en un rato por ti, al hotel" - "bueno está bien, aquí estaré" -contestó ella.

Él llegó lo antes posible, tanto que la encontró en el lobby, aún en bikini y con una bata vaporosa que le cubría el cuerpo, pero dejaba ver su hermosa y aerodinámica figura.

Se acercó a ella y tomándola de la mano simplemente le dijo: "Vámonos". Ella se resistió, alegando que la dejara cambiarse de ropa, pero él no estaba dispuesto a perder un minuto más. "Vámonos. Así estás bien" y ella ya no opuso resistencia.

Tomaron un taxi y se dirigieron a un restaurante a orillas de la playa y se sentaron en una mesa con vista al mar para poder apreciar el paisaje.

Hablaron de mil cosas y entre más platicaban más crecía su interés en aquella mujer con la que tanto había soñado. Le fascinaba que le platicara de sus años pasados en Francia, estudiando y que le contara que los puentes de París la hacían llorar, tan sólo de admirar toda su belleza a grado tal que sus lágrimas se mezclaban con el agua del Sena.

Comieron muy rico, compartieron platillos y bebieron moderadamente, pero lo suficiente para desinhibirse. Tanto así, que quedaron de verse para cenar, pues a él le habían recomendado un restaurante tranquilo y romántico.

Ella aceptó de buena gana, porque en verdad había pasado un rato agradable a su lado.

La llevó de nuevo al hotel y quedó de pasar por ella a las ocho treinta, para ir a cenar.

Él regresó a su hotel verdaderamente encantado, nunca había pasado un rato tan agradable y le urgía repetirlo.

Sentía que no podía esperar hasta la hora de la cita, pero se contuvo para no precipitarse.

A la hora indicada, se apersonó de nueva cuenta en el lobby del hotel y ella apareció ataviada en un vestido negro, notoriamente parisino y unas sandalias, también confeccionadas en aquella ciudad. Él vestía un atuendo blanco de lino, propio para el lugar y clima de aquel puerto.

Esta vez, sin preámbulos, se dirigieron al restaurante acordado y de nueva cuenta en una mesa frente al mar, acompañaron la cena de langosta con unas copas de vino y él le obsequió unas rosas, en recuerdo de aquella noche memorable.

Al terminar la cena, ella le dijo que le gustaría escuchar un poco de música en vivo y él accedió a llevarla a una plaza en donde sabía se reunían conjuntos a tocar canciones de trova y salsa.

Tomaron un taxi y en el trayecto, ella tomó su mano con delicadeza y la apretaba repetidamente como si quisiera transmitirle lo que sentía, con un código Morse. Él estuvo a punto de preguntarle qué era aquello, pero recordó un viejo proverbio indio que dice: "Que tu silencio sea siempre más elocuente que tus palabras" y prefirió callar para no interrumpir ese momento.

Estuvieron ahí un par de horas, hasta que ella le pidió que la llevara a su hotel. En el trayecto él dudó entre dejarla en el lobby o acompañarla a su habitación, pero se decidió por lo segundo.

Aún más, al llegar a la habitación entró en ella y tomándola por el talle le dio un largo y ardiente beso que la desconcertó, pero no obstante ello, alcanzó a decir: "Besas muy rico"; él sólo respondió: "Y tú muy dulce".

Como no queriendo echar a perder aquel momento, él salió de la habitación, sin decir nada más. Pero ahí se inició una historia de amor, digna de otro cuento.

Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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