Por sexta ocasión, un presidente de los Estados Unidos pisará la Ciudad de México. En la larga historia de encuentros entre gobernantes vecinos, apenas cinco ejecutivos norteamericanos han visitado la capital mexicana. El miércoles, un mandatario que es visto por el mundo como símbolo de cambio, se encontrará con Felipe Calderón. La visita es precedida por gestos de preocupación y de buena voluntad. Modales que no esconden intranquilidad por la violencia mexicana que ya salpica el territorio de los Estados Unidos. Gestos diplomáticos envolviendo reportes de alarma.
Felipe Calderón saludará a un presidente que sigue siendo más popular afuera de su país que dentro. De México, Barack Obama ha tenido que aprender rápidamente. En su corta vida política los asuntos mexicanos apenas han aparecido en el menú. La opinión pública durante la campaña no le requería definiciones sobre el vecino. En campaña pudo navegar con generalidades sobre la buena vecindad y guiños proteccionistas. Lo importante en política exterior estaba en otro lado, en las guerras de otros continentes, en la amenaza terrorista, en la necesidad de construir un nuevo liderazgo. Tampoco puede decirse que las sílabas de México fueran inexistentes en la imaginación del excéntrico político. Sus primeros pasos como activista tuvieron a México como referente-y no particularmente positivo. Para el organizador comunitario, México habrá sido el país de bajos salarios que robaba empleo a los habitantes de los barrios pobres de Chicago. Desde entonces ha desconfiado de un acuerdo comercial que -por lo menos formalmente- insiste en renegociar. Las primeras señales de su Administración, sin embargo, parecen alentadoras. Parten del reconocimiento de que la inseguridad en México afecta seriamente a los Estados Unidos, pero que la solución al drama mexicano requiere de la participación decidida de los dos países. La Administración del presidente Obama se ha hecho presente en México con señales de inquietud, pero también con claros gestos de colaboración.
Barack Obama saludará dentro de unos días al presidente mexicano más antinorteamericano de la historia reciente. Desde tiempos de López Portillo no habitaba la casa de Los Pinos un mandatario tan receloso, tan desconfiado y, debe decirse también, tan ignorante de los Estados Unidos. Es que Felipe Calderón bebe de la otra tradición antiestadounidense que ha marcado la historia de México. Una rama de antipatía viene del liberalismo traicionado.
Estados Unidos fue, para los primeros liberales mexicanos el modelo político, el espejo del progreso económico, el más perfecto ejemplo de democracia, la guía del futuro para México. Años después, se convertiría en un imperio arbitrario que avasallaba a su vecino. La otra repulsión es más antigua y más profunda: se alimenta de una sospecha cultural y religiosa. Para esta tradición, Estados Unidos representa una vertiente viciada o, por lo menos sospechosa, de la civilización occidental: una cultura que es opuesta a nuestra raíz, a nuestra identidad hispano-católica. De esa veta nace el Partido Acción Nacional y de ella se ha alimentado intelectualmente el presidente Calderón.
Como bien ha descrito Soledad Loaeza en su admirable biografía del PAN, los primeros impulsos del partido trazan como uno de los objetivos de la organización el recuperar las raíces españolas de México que la revolución se empeñaba en negar. En el acto fundacional de ese partido pudieron escucharse emotivos homenajes a la hispanidad, y alabanzas a la herencia colonial. Esa es una de las líneas más profundas del pensamiento gomezmoriniano: limpiar al país de la intoxicación de lo ajeno. Y extraño a México era no solamente el marxismo de la lucha de clases, sino también el individualismo liberal del norte. Continuando con la descripción de Loaeza, el alegato de Gómez Morín no era meramente nostálgico: en la España de Primo de Rivera encontraba el fundador del PAN una influencia benéfica para México, una alternativa frente a la 'nortemanía': una tecnocracia cristiana que conciliara cultura y progreso.
El antiamericanismo de Calderón incuba en el conservadurismo de su sistema óseo. Si la razón del presidente mexicano se percata de la importancia de la relación con los Estados Unidos, su instinto lo lleva a enfatizar diferencias y a subrayar la distinción moral que, a su entender, separa a las dos culturas. Si el cálculo lo llama a cultivar una relación constructiva con los Estados Unidos, su propensión es ganar el fácil aplauso del desplante nacionalista.
Del mismo tuétano del que emergen sus elogios a la familia católica tradicional brotan sus arranques antiyanquis fustigando la depravación de los drogadictos del norte y denunciando conspiraciones contra México. Pero no son éstos tiempos para mimar prejuicios. Del encuentro entre los dos presidentes debe quedar algo más firme que las burbujas de un brindis: un pacto por la seguridad de la que dependen la tranquilidad de los Estados Unidos y la sobrevivencia de México.