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Epidemia

ADELA CELORIO

"Todo el año espero el Día del Niño. De hecho es mi día porque doy shows en escuelas, actúo en funciones de teatro, en fiestas infantiles, y saco mi buena lana; pero este año ni quinto. Lo peor es enfrentar la neurosis de mi esposa y los niños que sin escuela y encerrados, se convierten en trasgos malignos mientras desde la tele, López Dóriga nos amenaza con los horrores que vienen" -me cuenta un amigo. Menos mal que nada es para siempre y esto también pasará, pero mientras pasa, el miedo al desastre hace que todos actuemos de tal manera que en vez de ahuyentarlo lo fortalecemos. Expuestos al constante bombardeo que nos impone la tele, la epidemia se instala en nuestro espacio vital. Prohibido besar, toser, darse la mano. Quienes usan tapabocas ejercen una especie de superioridad moral sobre quienes no lo usan. Estornudar en el Metro pude ser motivo de linchamiento. No se mueva de su casa, ¡engarróteseme ái! porque puede contaminar o ser contaminado. Totalmente aislados, a merced de los informadores que ganan su pan repitiendo hasta la saciedad, con cara de circunstancias ¡faltaba más!, consignas catastrofistas y muchas veces contradictorias: ocho muertos u ochenta, da igual, ya dueños de la pantalla no hay quien los pare.

Sin pretender minimizar el problema, me niego a gritar en las plazas públicas, que paren el mundo. Creo que podemos aplicar el plan de prevención sin dejarnos capturar por el pánico. Tener precauciones, evitar exponernos innecesariamente en lugares de asistencia masiva como el Metro, las iglesias o los estadios; me parece una buena medida. Pero resulta excesivo causar pánico en la población de tal manera que la gente arrase los anaqueles del supermercado como si estuviéramos frente a una amenaza de desabasto. Atemorizada, la gente se lleva el agua en botellas y botellones, se aperra el arroz, el atún, los huevos, y en su afán depredador, provoca un desabasto artificial.

Ante la posibilidad de huir, el Querubín y yo huimos como cobardes de esta capital, triste, agónica, donde la gente sin trabajo ni dinero se mantiene pegada a la pantalla, porque la mayoría ha olvidado cómo se vive sin tele. Una mañana tempranito, mientras tomábamos café, decidimos poner en una maleta sólo lo indispensable: mis dos anillitos de valor, el atún, la leche en polvo, los tenis y mis preciosas sandalias de pendejuelas (porque nunca se sabe).

"Dijimos sólo lo indispensable mujer inconsciente", me dijo el Querubín, que parado, sin mover un dedo, me culpabilizaba con la mirada.

Está bien -dije- y eliminé los tenis; y con psicosis de epidemia salimos para Avándaro en el Estado de México, donde entre floridos jardines, los niños felices pedalean sus bicicletas mientras la gente mayor juega golf o pasea por el bosque a cara descubierta. Se come y se bebe a base de bien en todos los restaurantes. Aquí no ha llegado la histeria colectiva, y los comercios más alegres y activos que nunca, hacen su agosto en mayo.

"Está muriendo gente pobre. ¿Por qué? México ha crecido mucho en los últimos años y hasta se trata de tú a tú con los países más desarrollados del mundo. Pero el estirón no está siendo homogéneo. Para desesperación de los gobernantes y vergüenza de sus conciudadanos, la imagen que México está ofreciendo estos días al mundo, es la de un gigante al que le quedaron cortos los pantalones", publica el diario español El País (lunes 3 de mayo).

La epidemia no es selectiva, ataca a ricos y pobres por igual, pero es más fácil enfrentarla con dinero que sin el. Pienso -es un decir- que el virus de influenza es una amenaza en potencia, mientras el Sida, la diabetes y el homicidio son amenazas de mortandad real y cotidiana que, sin embargo, no nos paralizan. ¿No estaremos cuidándonos del monstruo equivocado?

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