Si la noción del Estado fallido es inadmisible y absurda, es necesario tratar de describir las profundas fallas del Estado y ubicar las fuentes de su miseria. Aquel concepto nace, más que del interés por conocer, de la ansiedad de la última potencia. Tras el desmoronamiento de su poderoso enemigo, la mirilla imperial enfoca a las nuevas amenazas. Se pretende detectar al enemigo que la impotencia incuba. Ya no atemoriza el imperio del mal; sino el mal que el desgobierno fomenta. La cartografía de peligro marca el itinerario de la intervención armada. Los territorios del Estado fallido se convierten de inmediato en candidatos a una ocupación militar que instaure orden, construya ley y forme naciones.
Pero, independientemente de que aquella camisa no nos quede, el fracaso del Estado mexicano es inocultable. Todos los días conocemos rudos testimonios de su quiebra. El mosaico de cualquier diario presenta un paisaje desastroso. El Estado es incapaz de instaurar el orden, de garantizar tranquilidad a lo largo del territorio. La violencia criminal cobra víctimas cotidianamente. La atrocidad a la que nos acostumbramos no es sólo aniquilamiento de enemigos sino también intimidación a todos los que se dispongan a oponerse al crimen organizado. Columpiándose entre los métodos terroristas y las prácticas de la oposicion constitucional, los criminales retan al poder, a los ciudadanos, a los medios. En el mural cotidiano de la prensa presenciamos también la inserción del delito en todos los cuadros de las instituciones públicas. A la contabilidad de la violencia se suma el registro de la corrupción. Una estampa que se ha repetido un par de ocasiones es particularmente elocuente: se desarma a la Policía local para ofrecer seguridad a un pueblo. El Leviatán convertido en fuente de anarquía; el Estado, un proveedor de inseguridad. El fracaso se constata también en la incapacidad del orden institucional para hacer cumplir sus propias leyes. Léase con atención el recuento que la Suprema Corte de Justicia ha hecho de las ilegalidades en el caso Atenco. El relato es descripción de una ilegalidad hecha rutina; retrato de un poder que emplea su título como permiso de venganza. Ilegalidad sustentada en la falta de adiestramiento de los cuerpos de seguridad y también en el empleo faccioso de los instrumentos de justicia. Además del abuso de los cuerpos de seguridad, la intervención del máximo tribunal mexicano ha puesto en evidencia la subordinación de las investigaciones al interés político. Los atropellos no tienen consecuencias. La impunidad encuentra en el orden político su seguro más franco. Penosamente la resolución de la Suprema Corte de Justicia convalidó el régimen de impunidad.
Pero el fracaso del Estado mexicano no se detiene en esa órbita de una legalidad tronchada. Su extrema debilidad se muestra también en la desaparición del interés público. El Estado no existe solamente para dictar e imponer ley. Se funda también para asegurar políticas que sirvan al interés general. La democracia presenta en ese aspecto, un reto delicado. Por una parte asegura a cada ciudadano voto para influir en la formación de los órganos de representación. Pero por otro lado, alienta aglutinaciones de poder que logran afianzar su interés por medio de los propios vehículos del pluralismo. Por eso puede decirse que el Estado mexicano suma a su incapacidad pacificadora, un segundo fracaso: su dependencia.
El ingreso de México a la democracia quedó marcado con el proceso de subordinación estatal a los grupos de interés. La sumisión es resultado de un proceso complejo en donde intervienen factores fiscales (la extrema debilidad recaudatoria del Estado mexicano); políticos (la herencia de un régimen corporativo donde las viejas subordinaciones adquieren súbita beligerancia e independencia); sociales (la ancestral concentración de la riqueza); económicas (la coagulación monopólica). También tiene un interesante capítulo intelectual. Me refiero al entendimiento de la democracia como el vaciamiento de una voluntad propiamente política. El simplismo democrático -sobre todo el del panismo gobernante- ha entendido al Gobierno como una caja hueca que recibe demandas para transformarlas en leyes y decretos. La tarea de la administración sería, entonces, tomar, absorber, adoptar las demandas de la "sociedad civil", integrarla con otras exigencias y, tras ventilarla en el Congreso, dictar las leyes posibles.
Así, el espacio estatal ha sido exitosamente capturado por intereses privados. Los árbitros, los órganos de la neutralidad, las instituciones de Estado actúan en buena medida como apoderados de intereses particulares. Un liberalismo antipolítico parece confirmar involuntariamente las tesis políticas de Marx: el Estado como garante del interés particular. El cuadro muestra dos gravísimos fracasos del poder político. Fracaso del Estado que establece el orden; fracaso del Estado que canaliza el interés general. A la impotencia del Estado frente a los criminales, habrá que agregar la abulia del Estado frente a los poderosos.