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Existencia de pasito y mascarilla

EL COMENTARIO DE HOY

FRANCISCO AMPARÁN

En la película "Tres Reyes" (Three Kings, 1999), poco después de finalizada la Operación Tormenta en el Desierto, un grupo de soldados americanos se lanza como El Borras a buscar un tesoro que se localiza en territorio iraquí... al que según el acuerdo de cese al fuego no deben acceder. Para lo que les importa lo que hayan acordado los generalotes: ellos se lanzan en pos de las barras de oro que al menos le darán un sentido a su participación en "la madre de todas las batallas", como la bautizara el fanfarrón e idiota de Saddam.

Por diversas vicisitudes, uno de los soldados americanos (interpretado por Mark Wahlberg) cae en manos de las fuerzas de seguridad iraquíes. Al ser sometido a interrogatorio, con implementos de tortura visiblemente a la mano, el soldado no da crédito a la primera pregunta que le hace el siniestro oficial de Inteligencia iraquí: "What is wrong with Michael Jackson?" O sea, ¿qué le pasa a Michael Jackson? El soldado no entiende la pregunta, y lo que sigue es una escena deliciosamente irónica: al torturador iraquí, cuyo ejército y país acaban de ser hechos pomada, le interesa saber por qué Michael Jackson se ha ido tornando blanco, su cabello cada vez más lacio, y su nariz ha ido tendiendo a parecer fruto de un pellizco. Por supuesto, él tiene su propia explicación: la metamorfosis del intérprete de "Thriller" es una manifestación del odioso racismo norteamericano, que obliga a los negros a mimetizarse en blancos, por vergüenza, falta de identidad o requisito para ir a la ceremonia de los Grammys.

De alguna manera, esa secuencia fílmica no es incongruente a los ojos del espectador. Que un iraquí, incluso uno que ha vivido quién sabe cuántos años bajo la tiranía de Saddam Hussein, conozca a Michael Jackson y se haya hecho las mismas preguntas que medio-mundo, suena perfectamente creíble. Que cada quien tenía su propia versión del porqué de las bizarras mutaciones en su apariencia, es un hecho indiscutible. De hecho, había una especie de industria menor: la de los rumores de qué nuevo cambio había tenido la apariencia del Enguantado.

La muerte de Michael Jackson nos recuerda hasta dónde ha llegado la globalización... y con qué frecuencia sus efectos son de una frivolidad inaudita. Que Jackson fue un talento inmenso en su campo, creo que no hay duda. Pero que ese talento quedó opacado por el cotilleo, la implacable violación a su privacidad y, sí, ciertamente, su comportamiento cada vez más extraño, tampoco puede desmentirse. Mucho me temo que sobrarán jóvenes en este planeta que, al enterarse de su muerte, pensaron no en el músico sorprendentemente innovador, sino en el freak que siempre andaba con mascarillas quirúrgicas y había hecho de su casa un parque de diversiones.

Y las expresiones de dolor de millones de personas también nos recuerdan la infinita capacidad del ser humano por empatizar con los vulnerables, los niñotes, los que no saben actuar según las reglas adultas. Quizá a Jackson le hubiera gustado esa interpretación del fenómeno de masas que resultó su muerte. O tal vez se hubiera sentido incómodo, sabiendo que tanta gente creyó conocerlo... lo que, muy probablemente, ni siquiera logró él mismo.

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