Cuando un país se sumerge en la vorágine del conflicto civil, las heridas sufridas tardan un buen rato en cicatrizar. En ocasiones, generaciones enteras. Pero a medida que el tiempo transcurre, que los hijos suceden a los padres, y los nietos a los hijos, suele crecer el clamor por darle cierre de una vez por todas a los agravios y penas.
Cada pueblo intenta zurcir heridas según el temperamento nacional y las circunstancias presentes. En México, el régimen priista resanó las memorias de la mentada Revolución Mexicana, el peor conflicto de la historia de América y que dejara un millón de muertos, mediante el sencillo expediente de "hacer héroe" a miembros de todos los bandos: lo fue Madero, contra el que se rebeló Zapata. Lo fue Carranza, igual que Obregón, que lo mandó asesinar. Lo fue Calles, quien se hubiera desayunado a Villa en caso de habérselo servido en estofado. Lo fue Cárdenas, que humanamente exilió a Calles. Con ese galimatías se le dio carpetazo al asunto: una guerra civil viciosa y sin ideas luminosas, se convirtió en una gran Revolución que un siglo después ha producido un país con la mitad de sus habitantes en la pobreza. ¡Bonito mérito! Ah, pero eso sí: nos dio material para bautizar avenidas, bulevares y escuelas primarias rurales de aquí a que el infierno se congele.
En Sudáfrica se dio por terminado el capítulo del Apartheid mediante una Comisión de la Verdad, en la que no hubo persecución judicial; pero los responsables de mucha efusión de sangre (de la parte gubernamental, pero también de la oposición negra) declararon, por primera vez, lo que había ocurrido en realidad. Algunos pidieron perdón, otros se mostraron desafiantes. Pero al menos hubo la sensación de que se había clausurado una etapa.
En España, los resultados de la Guerra Civil dejaron muchos rencores sordos. Cuando se restauró la democracia en 1976, parte del consenso que permitió que la Madre Patria se volviera un país próspero y estable, fue el no moverle a las viejas rencillas: aquello debía quedar en el pasado. Los exiliados volvieron, y nadie fue llevado a juicio por lo ocurrido cuarenta años atrás. Y cuando algunos quisieron re-encender las llamas del encono, la sociedad hispana les dio un "¡Estate quieto!" Las estatuas del Caudillo fueron desapareciendo silenciosamente de las rotondas. Hoy no queda una sola. Y ni quién diga nada.
Pero ahora, distintos sectores de la sociedad quieren desenterrar algunos muertos. Literalmente. En varias partes de España se están excavando fosas comunes, con muertos de hace setenta años, para reconocer y darle sepultura decente a algunas víctimas de aquel feroz conflicto.
Uno de los caídos más famosos es el poeta Federico García Lorca, fusilado en los primeros días del Alzamiento, y enterrado en una fosa común de las que empiezan a ser excavadas en estos días. ¿Y saben qué dijeron los descendientes del poeta granadino? Que si por ellos fuera, no querían saber nada del asunto. Que lo mejor sería habilitar los terrenos donde se ubican las fosas como lugares autorizados para enterramiento. Que de sitio clandestino pase a panteón oficial. Que dejen a esos muertos en paz. Y tan tan. ¿Cómo ve? ¿Es lo más sano? ¿Será la mejor manera de exorcizar fantasmas que los vivos insisten en conjurar?