Hace un par de semanas renunció el jefe de la Policía de Ciudad Juárez. Hace unos cuantos días renunció el secretario de Comunicaciones y Transportes del Gobierno Federal. Sus historias son paralelas. La crisis que revelan ambas dimisiones es la misma: el poder formal doblegado públicamente por los poderes reales. La ciudadanía contemplando estupefacta el sometimiento del mando democráticamente electo. El delito subyuga notoriamente a la Administración. En ambos casos se publicita la ilegalidad (homicidio en el primer caso, espionaje en el segundo) para someter a un Gobierno. En ambos casos la extorsión rinde frutos. El Gobierno dobla las manos y cede ante la coacción. La autoridad se acomoda a la voluntad de los otros, aceptando una posición subordinada. Si ustedes no aceptan a mi colaborador, estoy dispuesto a despedirlo. El Gobierno acata puntualmente la instrucción de sus intimidadores. Entrega con docilidad las cabezas solicitadas. Vale remarcar que el primer paralelo es la publicidad de los atentados. El delito es el orgulloso vehículo de la presión política. Ante gobernantes rebasados y temerosos, la transgresión se exhibe para enviar el mensaje contundente del poder. Ejerce soberanía quien delinque impunemente. Quien se somete al dictado del delito asume un vasallaje. La ilegalidad ha dejado de ser acción disimulada, atrevimiento que se esconde del ojo del Estado. La ilegalidad es acto que se luce a pleno día para demostrar cuál es la voluntad que cuenta.
El alcalde de Ciudad Juárez sería, en principio el encargado de decidir quién ocupa la jefatura de la Policía. Correspondería al mismo presidente municipal el decidir si sus colaboradores dejan la oficina. Pero la vida en Juárez no parece seguir las normas oficiales del municipio. Otros deciden quién ocupa y quién deja de ocupar un cargo que puede afectar intereses poderosos. Otros deciden qué puede hacer la alcaldía. Los narcotraficantes ejercen así, de manera muy pública su poder de cesar a quien le incomoda.
¿Difiere en algo esta historia fronteriza del cuento que hemos visto recientemente en la capital del país? Sería grato decir que aquella dinámica es propia solamente de nuestras ciudades más violentas. Un signo de extrema debilidad política que sin, embargo, se encuentra bien delimitada territorialmente. Los voceros oficiales insisten una y otra vez que la sangre y la violencia se concentran en algunas ciudades y en algunos estados. No todo el país vive bajo el asedio del crimen organizado, dicen. Sería reconfortante ubicar la prosperidad de un chantaje tan abierto y tan exitoso en los territorios rojos de la república y afirmar que en la cúspide del poder nacional las cosas son distintas. La realidad es que el Gobierno Federal actúa de idéntica manera, retratándose como un dócil sirviente de los extorsionadores que definen las pautas a las que ha de someterse. Se grabaron ilegalmente conversaciones de un secretario, se divulgaron ilegalmente con la clara intención de tumbarlo. Siguiendo el libreto de la extorsión se le envió al secretario un mensaje ordenándole renunciar para evitarse el infierno. Su jefe, el presidente de la república, no le brindó el respaldo elemental que merecía un funcionario de su Gobierno que recibía amenazas. Hace unos días el presidente "aceptó su renuncia." Los extorsionadores festejaron.
Nadie defendió al secretario extorsionado. Contemplamos el chantaje y, en lugar de indignarnos por la intimidación, nos unimos a la causa de los chantajistas. Los actores públicos, los interlocutores del funcionario, la gente tendrá su opinión sobre el secretario coaccionado y tendrá derecho a evaluar su actuación. El presidente, naturalmente, tendrá elementos para ponderar sus méritos y sus errores. Lo que no puede hacer un presidente, si es que tiene un mínimo criterio de Estado es ofrecerle al país una señal tan clara de vulnerabilidad. Si la intimidación se aplicó a un funcionario específico, estaba dirigida a todo el Gobierno. En el fondo, la extorsión iba dirigida al presidente. No se intimidó a un individuo, se chantajeó, se extorsionó a un Gobierno. Y éste, a la vista de todos, se doblegó.
Hace unos días, al hacer pública la renuncia de su colaborador, el presidente envolvía para regalo un obsequio para sus enemigos. En solemne ceremonia entregaba una cabeza exigida con escandalosa ilegalidad. Sus palabras no solamente daban muestras del patológico imperativo de lealtad en la casa presidencial, sino de la fragilidad de una Administración espantadiza. Felipe Calderón nunca se las ha dado de visionario. No es un hombre de ideas ni de grandes ambiciones. Es un afortunado animal de partido. Presumía de valiente. Proclive al uniforme militar, alardeaba determinación, valor, arrojo para combatir el delito. La efigie del príncipe valiente se desintegró definitivamente al gratificar oficialmente al chantaje. Es dato público que el Gobierno de Calderón cuelga de la benevolencia de los extorsionadores. Ellos deciden la suerte de su Gobierno. Quien escucha en estos momentos las conversaciones telefónicas del presidente -de seguro tan impropias, incorrectas y soeces como las de cualquiera- tiene en sus manos el Gobierno de México. Felipe Calderón lo dejó en claro hace unos cuantos días.