Rodeado de árboles el parque es esfera verde plagada de garabatos, y en su interior me encuentro ahora después de tantos años, cuando ya todo ha cambiado. De traer algo en el bolsillo quisiera fuera un bolígrafo, o tal vez una hoja de papel en blanco, o un pedazo de mimbre, pero no traigo nada, salvo una legión de recuerdos, y la voluntad de sacarle filo a la suela.
El parque y sus ritmos se volvieron entrañables hace años, cuando viví por el barrio, y durante todos los recorridos que hice por el mercadillo de pulgas que allí se monta los sábados. Hoy, durante mi paso por esos puestos de antiguo, me he encontrado con las mismas caras de entonces: Daniel más flaco y Lucila más quejosa y con ojeras, lamentándose de la venta como siempre; el viejo Hidalgo más cínico, y su hijo que perdió una pierna y le quedó un muñón rojo. Caminé entre ellos por un rato, y nos saludamos, y nuestros rasgos cambiantes a todos hablaron del paso del tiempo, de las etapas de la vida, de los compañeros que se reemplazan, y de que lo único importante es el resultado de la venta al final del día.
En mi infancia tuve amigos que ya no he visto, y seguramente hemos olvidado con exactitud nuestras caras. Cada uno camina por allí su propia calle. La memoria derrotada por el largo e insistente golpeteo de los años. En ocasiones intento revisar la sucesión de actos que me llevaron a estar exactamente aquí donde estoy sentado. En otras ocasiones escucho ruido calle abajo, un grupo de voces familiares que gritan mi nombre, y cuando salgo a la calle me doy cuenta que no conozco a nadie, y que más de tres bocazas pertenecen a unas mazorcas amarillentas, y entonces sigo caminando alrededor del grupo, y no me encuentro y no encuentro a nadie.
Pero no desespero y lo asumo y me someto. Al final de cuentas somos carne que nada entiende, y lo demás no tiene importancia. Sólo espero que este cúmulo de despropósitos, este mal nacido agnosticismo, no derive en más catástrofe que esta: sentirme detenido cotidianamente, sin avance, sin razón, sin propósito, respirando hondo como de seguro hacemos todos (aunque lo finjamos), y tratando de olvidar, aunque sea por segundos, la atroz verdad de ser carne, únicamente eso, un montón de químicos que causan amor y odio.
Y, mientras tanto, discurro ocupado con la vida y sus distracciones, y sus claves interbancarias, y su semáforo que parpadea, y todo aquello que ha sido un buen invento para los muchachos. Sí, un buen invento. Un buen pasatiempo racional para colmarnos de preocupaciones, cualquier cosa que sea, cualquier cosa que (aligere) nuestra espera del repentino fogonazo de verdad que convierta todo en polvo cuando menos lo esperamos.