Caraduras mitológicos lo comprobaron: nadie resistió su belleza. Creación natural -de tal confección, cargaba en sus entrañas el poder de las capas geológicas. Dos pequeñas gotas de mercurio en la palma de la mano, eran sus hombros; ensortijado higo en la punta de los dedos para morder, quietamente, en una tarde fresca, sus granulosos mimbres.
De ese filme bastan dos escenas: aquélla donde afirma su decencia y esa otra, tenue e impúdica traición del tiempo, durante la cual, ya desembarazada de sus dos guantes, recibe la cachetada impetuosa. Gilda: en tu opresión de pared trasera la violencia te sonroja con su cara de vida. Sufrir, penar, resistir... A cualquiera le toca que le golpeen la cara.
La primera escena -en la afirmación de su decencia: sorprende su aparición de cometa de fuego.
Un juguetón cinismo que cuestiona antecede a una breve transformación; incluso ese ademán de taparse el hombro es insinuación de puerta abierta. Resumido en segundos un universo de pasiones ocultas.
La segunda escena. En todo el acto de quitarse su primer guante -y su preludio, el cantoneo de Gilda es algo gallináceo -inaceptablemente muy bello. Su agacharse, su sujetar y soltar ese ramillete brilloso de espalda desnuda, es el lance más atrevido de la tierra.
Después desliza su guante con ritmo mitad de tuerca, mitad deliciosa caricia, con gesto de boca incluido, y conatos de presagio. Ella incluso se toma el tiempo de ir hacia la cámara, con un ritmo de otra época, girando su guante rítmico cual si fuera rehilete de agua.
Gilda: una marabunta para perderse; tenue ola, pesada. Una perfección perene, digna de cualquier poster viejo. Que permita ocultar, en las largas horas del presidio solitario, un túnel estrecho hacia la libertad agazapada.