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Gracias, don Jacobo, por aquel bello gesto...

Hora cero

ROBERTO OROZCO MELO

Si esta memoria mía no resulta fallida, término de moda en la actual clase política mexicana, fue el día 31 de julio de 1976 la fecha en que murió mi amigo y maestro, José Natividad Rosales. Por ventura hacía tres meses que nos habíamos encontrado en la Plaza de Armas de Parras, también conocida como Miguel Hidalgo. Ausente en su propia tierra, pero siempre presente, José resentía el odio fanático de algunos lugareños que daban un sesgo equívoco a los reportajes y opiniones periodísticas de José en la revista Siempre!... Lo vi de lejos: era, igual que los demás, un fisgón entre las decenas de personas que curioseaban la filmación de "La pandilla salvaje", allí filmada por el cineasta Samuel Peckinpah...

Mi esposa, nuestros cinco hijos y yo, igualmente andábamos a la husma. Allí estaban presentes William Holden, Robert Ryan, Ernest Borgnine, "El Indio" Emilio Fernández, y otros artistas del celuloide, mexicanos y estadounidenses. Nuestro pueblo, hoy mágico por decreto turístico, ya lo era desde su más que tricentenaria fundación con méritos propios. Y en aquellos momentos más lo parecía, pues veíamos a una ciudad trocada por la magia de cartón de Holywood. Acostumbrados a pasar y pasear por aquella plaza pública, visitando sus iglesias barrocas, caminando sus calles y admirando sus edificios de corte colonial, la contemplamos convertida en otra, y tan disminuida como los pueblos del viejo oeste estadounidense, con cantina y bebedores.

En el viejo "Hotel Walter" de la calle Rayón se ensayaba una balacera entre los sheriffs a caballo y los malos de la película a pie. Éstos y aquéllos fingían dispararse mutuamente y caían heridos, con gala de acrobacia, desde un segundo piso, ensayadas y actuadas por un par de "stunts" profesionales. Entre reflectores, cámaras y asistentes, se movía el director de la película, Sam Peckinpah, que repetía una y otra vez las tomas, evidentemente insatisfecho ante las mal fingidas muertes violentas. A su vera estaba una concurrida hielera para cervezas y refrescos, todo a disposición del equipo técnico y artístico; y en el centro de la barahúnda de extras, donde había muchos rostros de Parras, femeninos y masculinos, pero todos conocidos, vislumbré una figura familiar, de cuyo cuello colgaba una cámara fotográfica Réflex, quien ocultaba un evidente estrabismo tras unos anteojos obscuros y se desplazaba ágilmente entre las personas y los vehículos: era José Natividad Rosales...

De pronto lo perdí de vista y en el momento en que preguntaba a mi esposa si no veía a mi amigo, sentí un doble piquete de dedos índices en mías costillas: ¡Quiubo chinchorro! escuché una inconfundible voz. Me di la vuelta y nos abrazamos. José saludó caballerosamente a María Elena e hiperbólico, como solía ser, derramó una ristra de adjetivos cariñosos sobre nuestros hijos e hijas. "Tenemos mucho que hablar" -me dijo en un aparte- mas no será ahora. Me espera Enrique López -el viejo taxista del pueblo- para llevarme a Torreón pues debo tomar un avión hacia México, ahí transbordo a París y luego a Roma. Vine a ver a mis viejos, en quienes se ceba la mucha ignorancia fanática de nuestros paisanos. Pienso volver en quince días para llevármelos a Obrero Mundial, tú ya conoces mi departamento. ¿Si te llamo antes irías por mí a Monterrey?.. ¡Claro! le dije, espero con ansiedad tus noticias.

No volví a verlo. Luego supe, por jóvenes paisanos que lo frecuentaban, que José padecía del hígado, quizá a causa de los corajes hechos ante la ignorancia de algunos católicos intolerantes de nuestro pueblo. O debido a los alcoholes en que solía ahogar en vino sus tristezas. Lo cierto es, me dijeron, que Paprika sabía que estaba condenado a la tradicional muerte parreña. Poco tiempo después recibí la fatal noticia: ¡José Natividad Rosales había muerto y sus cenizas serían traídas a Parras!

Esto sucedió el 11 de agosto de 1985. En ese día leí mis experiencias y andanzas con José ante un grupo de paisanos en el aula de sexto grado de la que había sido mi escuela primaria, la Benito Juárez. Antes de ahora lo hice y después de ahora seguiré recordando a quien fue no solamente un maestro de dibujo imitación en la escuela secundaria, no sólo un guía en nuestras excursiones campestres, sino un conductor de lecturas, un lector de poemas, un cantor de corridos rurales y un propugnador de polémicas ideológicas, y también, cómo no, el impulsor amable de todas nuestras inquietudes.

Y ahora, apenas hace cinco días, llega mi amigo, colega y paisano, el ingeniero Alfredo Reyes, a obsequiarme una copia fotostática de una página de la revista Siempre! conteniendo un bello artículo de don Jacobo Zabludovsky sobre sus vitales experiencias con Natividad Rosales, alias Paprika. ¡Qué bien lo retrata! ¿Cuánto amigable cariño se desliza entre los renglones! Un día iré a México a agradecerle cumplidamente sus emotivos conceptos sobre nuestro mutuo amigo, José Natividad Rosales. Mientras tanto le dejo aquí, en los periódicos en que escribo, mi reconocimiento de amigo. Dios quiera que el popular periodista y presentador de noticias lea éstas mal pergeñadas y sinceras líneas de gratitud ante su bello gesto.

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