Dado que frente al día de San Valentín sería irrelevante cualquier otro tema, hablemos pues de amor, el único asunto que interesa de manera personal y desaforada a todo el mundo. Si mencionamos la palabra amor, casi todos los enamorados le echarán por lo menos una ojeada al texto para ver, haber si pueden reconocer entre estas líneas los latidos de sus vibrantes corazones. Siendo así, vayamos al único viaje que emprendemos a los extremos del ser, la única locura socialmente admitida, el único delirio que no está socialmente castigado.
En cualquier caso es una emoción que nos desatornilla la cabeza, transgrede los límites, enciende al mundo de colores y nos hace rozar la eternidad. No he probado nunca una droga, pero dudo que sus efectos sean más fuertes que los de un ataque de amor desenfrenado que puede llevarnos a vivir la mejor experiencia de nuestra vida, y tiene también el poder irrazonable, incomprensible, de llevarnos al infierno de los celos, la degradación, la humillación, el desprecio y la autodestrucción; que no son sino la cara oscura de toda relación sentimental.
Cuando nos toca transitar por la cara oscura, el lazo afectivo se convierte en un nudo que aprieta, que ahoga, que duele demasiado, que se hace insoportable. Ese es el momento terrible en el que no podemos vivir un minuto más con la pareja. ¡Pero tampoco sin ella! También ocurre -con más frecuencia de la que quisiéramos- que en algún momento, nuestro gran amor nos informa que la cosa no funciona y que se va, que nos deja.
Tampoco es infrecuente confirmar lo que ya sospechábamos; que nuestro amor nos traiciona, en cuyo caso, el mundo se apaga de repente. Es un ataque de pena absoluta, un agujero negro, un desconsuelo y un desasosiego tan agudos, que no nos dejan vivir. Y lo más increíble es que ese abismo de desesperación puede surgir tras un enamoramiento de dos días, tras un coqueteo absurdo y leve. Da lo mismo, nuestro corazón queda como una ballena arponeada.
Cuando un amor se acaba (es decir, cuando nos deja) el mundo se convierte en un campo minado donde cualquier cosa, puede detonar el dolor de lo perdido. Súbitamente pasa por la calle una moto igual a la del amado, un olor que nos lo recuerda; y una mina estalla en las entrañas y se vuelve a morir como si el abandono acabara de producirse.
Tras una ruptura las bombas acechan por todas partes. Calles que no puedes volver a pisar, música que uno no puede volver a escuchar sin soltar por lo menos una lágrima. No faltan los sesudos que aseguran que el veneno está en la dosis. Que el amor hay que dosificarlo y mantenerlo bajo control para que no rebase la frontera que convierte el deseo en obsesión y la autonomía en dependencia. "¿Quién inventó aquello de que el amor no tiene límites? Siempre debe tenerlos porque nos va la vida en ello" aconsejan los aconsejadores. Que el límite está en el balance emocional y que el amor maduro y consciente combina el amor propio con el amor al otro, y nunca justifica ningún sacrificio existencial, por mucho que el entorno o la historia haya repetido que así debe ser.
Que amar es concebir un proyecto de vida basado en la responsabilidad, el respeto, y la visión de futuro compartido. Magníficas teorías que nos recetan los sesudos aconsejadores, aunque la verdad es que amar es la mejor forma de no estar seguro de nada; porque si algo por su propia naturaleza nos es dosificable ni tiene nada que ver con la inteligencia; es precisamente el amor.
Nadie puede decidir voluntariamente enamorarse o dejar de amar, porque el amor, es una emoción que la razón no comprende. "Tengo la inteligencia magníficamente enamorada como una estúpida" nos dice Tomás Segovia en su "Jiga" Porque es la única forma de vivir plenamente, prefiero amar apasionada, locamente, y correr el riesgo de salir herida, antes que pesar y medir las dosis exactas y saludables de amor.