La mayoría de los trámites burocráticos en nuestro país, bien lo sabemos, son perfectamente inútiles y disfuncionales. En México uno tiene que probar que nació (y con documento original) unas treinta veces a lo largo de la vida. Por supuesto, dado que el texto no trae ni huella digital ni fotografía, no prueba que uno es quien dice ser. Pero casi todo el mundo lo exige. De la misma manera en que los comprobantes de domicilio no dicen la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Porque yo pude haberme cambiado de casa, y si el nuevo inquilino es lo suficientemente perezoso como para no cambiar de titular (lo más seguro, por los trámites que ello implica), el recibo de la luz seguirá llegando a mi nombre. Y si me llevo bien con el nuevo ocupante, puedo pedirle el recibo que dice que vivo ahí, presentarlo a quien me lo haya pedido, y ésa será una mentira oficialmente sancionada.
Quizá el documento más inútil de todos sea la licencia de conducir. Porque, por supuesto, esa mica de plástico acorazado puede que pruebe muchas cosas, pero no que su poseedor sabe manejar un automóvil. Después de todo, para obtenerla no se necesita más que estarse inmóvil el tiempo suficiente como para que le tomen a uno la foto. Nada más. No hay que probarle a nadie que se sabe dónde están las direccionales, cuándo hay que prenderlas ni para qué sirven.
Por supuesto, ése no es el caso en los países del Primer Mundo. Allá los conductores tienen que pasar un examen escrito, mediante el cual se comprueba que el aspirante a circular motorizadamente conoce las leyes de tránsito, qué quieren decir los letreros en carreteras y camiones, y algunos rudimentos de etiqueta en el camino. Y si uno no pasa ese examen escrito, olvídese de hacer la prueba detrás del volante: ni se toman la molestia.
Pues bien: resulta que una señora sudcoreana, dedicada a las ventas de puerta en puerta, decidió que era momento de sacar su licencia de conducir para ganar ventaja competitiva con respecto a sus colegas de infantería. Para ello, se dirigió a la agencia encargada de certificar las habilidades de quienes se ponen al volante en aquella risueña parte de Asia. Pagó su buen dinero por el examen, y puso manos a la obra.
El problema fue que reprobó. Pero la buena dama no se amilanó: regresó a la semana siguiente para retomar el examen. Volvió a reprobar. Esto ocurrió en 2007.
Pues bien: la semana pasada esa misma fémina reprobó su examen número 772. Desde aquel aciago día en que no pasó su primera prueba, en ocasiones se ha presentado hasta cuatro veces por semana para ver si finalmente sale airosa. Se calcula que en el esfuerzo ha gastado cerca de tres mil dólares.
Por un lado, es digna de encomio la tenacidad que la dama ha demostrado. Pero por otro, ¡qué bueno que la han mantenido fuera de las calles al menos un año! Porque sabe Dios cuántas vidas debería ya para estas alturas. ¿Por qué no se hace acá algo así? Especialmente con las señoras que siguen creyendo que una camionetota y un vocho