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Hay que contar las bendiciones

ADELA CELORIO

Esta nota la dedico a Toni, un amable lector que me escribe una carta que transcribo en parte para ustedes: "Si se supone que los laguneros somos tan felices ¿entonces por qué tengo tanto miedo? ¿Por qué siendo tan feliz tengo que salir de casa cuidándome hasta de los policías? ¿Por qué si estamos tan llenos de felicidad tengo que hablar con mi esposa cada hora para saber si está bien? Mi pequeñín de 10 años ¿estará feliz de que no puede ir a las piñatas de sus amiguitos por miedo? Caray, con toda esa felicidad, mi hijo de diecisiete años, la alegría de mi casa, mi gran orgullo, se va a continuar sus estudios en Estados Unidos para nuestra tranquilidad. ¡Qué barbaridad! Se supone que mi esposa y yo deberíamos estar muy felices de que la mayoría de nuestros amigos aterrorizados y amenazados hayan emigrado a otros países en busca de calma y de paz".

Comparto el malestar de Toni mas no la desesperanza. La inseguridad y el miedo que nos afligen a todos, hacen más que necesario contar nuestras bendiciones cada mañana, primero para ser conscientes de todo lo que nos queda por defender, y porque es escandaloso usurpar el lugar de los verdaderos desheredados de la tierra. A todo ciudadano consciente tiene que irritarle la degradación que ha sufrido el país y por lo tanto nuestro bienestar; pero no se debe hacer de la queja un modo de vida.

La verdadera vejez, la de la mente, empieza cuando a los veinte o a los sesenta años, uno ya sólo es capaz de intercambiar con los demás pesares y gemidos, cuando deplorar la propia vida, sigue siendo el mejor medio de no hacer nada para cambiarla. De vez en cuando hay que recordar que si hemos disfrutado lo bueno, negarnos ahora a asumir lo inconveniente, es cuando menos una actitud egoísta. A pesar de todos nuestros pesares, todavía disfrutamos de muchas libertades, y eso, apreciable Toni, es una bendición.

Hablo desde luego, desde la clase media a la que pertenezco y conozco de cerca, y si bien es cierto que los clasemedieros llevamos sobre nuestros hombros lo más pesado de la carga social, también lo es que disfrutamos de un índice de bienestar por encima de muchos países primer mundistas. No hemos perdido el alma en aras de la producción y el dinero, seguimos siendo un pueblo que antepone el sentimiento a la razón, hemos incorporado a la tradición de flor y canto de nuestro pasado indígena, el gusto por las fiestas que por aquello del santoral, celebramos cada día. Cuidamos y valoramos a nuestros mayores, seguimos creyendo en el valor de la familia y -aunque con frecuencia resulte agridulce- nos cobijamos en él. No hemos perdido la buena costumbre de la sopita casera, el guisado, los frijoles. Las tortillas que no nos falten. Tenemos un sentido del tiempo que tiene más que ver con la emoción que con el reloj, y somos libres para decidir si nos quedamos a asumir el riesgo que implica esta lucha -que debe ser de todos- contra la delincuencia organizada, o, en busca de calma y de paz, abandonamos el país para que otros hagan con él lo que les dé la gana.

Por nuestro mismo temperamento tan dado a la desidia política, permitimos echar raíces a un régimen que nos llevó entre sus corruptas patas. Hoy pagamos un altísimo precio por la indolencia con que tantas veces dijimos ¿para qué votar si de todos modos van a ganar los mismos? Ni modo, así éramos, eficientes para encontrar culpables (el presidente saliente, los gringos o cualquier cosa menos nosotros mismos) y fue así como nuestra indiferencia por la vida política definió la ruta errónea que hoy transitamos. Pero seguimos siendo libres para irnos, o quedarnos a construir con miedo, con lágrimas, con trabajo duro, el país que queremos para nuestros hijos. Mientras tanto hay que contar las bendiciones que todavía nos quedan.

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