"El principio progresista es siempre
Enemigo del imperio de la costumbre".
John Stuart Mill
Cuando se anunció su gestación el país se dividió. La figura del lobo feroz que nos amenaza día y noche, ha estado muy bien representada por los Estados Unidos. Ellos se quedaron con la mitad de nuestro territorio, nos han invadido decenas de veces, andan a la caza de nuestros recursos, todo ello es real pero ha sido manejado con una fuerte dosis de simplismo nacionalista que vende muy bien pero envenena. La vecindad con la primera potencia económica del mundo, con ese nido de modernidad sin muchos parangones, con esa ciudadanía fuerte que nos puede dar muchas lecciones, también era real. En un mundo cambiante parecía un buen momento para revisar la relación.
La Unión Europea, el Sureste asiático, la inserción de China al comercio internacional, las coordenadas mundiales cambiaban. La globalización galopaba. México debía montarse en ese ritmo. Al inicio de los años noventa, para la Unión Europea, demasiado ocupada en sí misma, México no era algo prioritario. Además la cláusula democrática nos ponía en apuros. En un vuelo memorable de Davos a México, Carlos Salinas de Gortari tomó la decisión: voltear al Norte, iniciar negociaciones. Las resistencias no tardaron en aflorar. La discusión se volvió bizarra y absurda. Las exportaciones de Estados Unidos nos avasallarían. México no tenía nada que hacer en esas ligas. La industria mexicana desaparecería y, por si fuera poco, los mexicanos perderíamos "la identidad" de tanto comer hamburguesas.
Del lado estadounidense también había una serie de reclamos. Los mexicanos, sucios y desordenados, aprovecharían el bajísimo costo de la mano de obra para herir de muerte a las empresas del imperio. La baja calidad de los productos se convertiría en una competencia desleal, en pocas palabras México invadiría a Estados Unidos por la puerta trasera y desquiciaría el orden imperante. Se logró el acuerdo. Tres personas (Jaime Serra Puche, Herminio Blanco y Jaime Zabludovsky) entre otros, fueron las encargadas de la delicada misión. Por supuesto que hubo carencias y errores en un escenario de negociación muy complejo. El interés estadounidense por los hidrocarburos era una pieza que se negaba a salir. El lado mexicano pugnaba por una mayor apertura a la mano de obra. El expediente canadiense también tenía sus complicaciones. Se llegó hasta donde se pudo y por fin el primero de enero de 1994 entró en vigor el TLC de Norteamérica.
Han transcurrido casi 15 años y nos encontramos en el peor momento para hacer una evaluación optimista. La recesión del 2009 será recordada como la más grave en muchos años y la caída de la economía mexicana es brutal. Y sin embargo el balance no deja duda. El comercio se multiplicó por 20 y se rompió lo que parecía una fatalidad histórica: el déficit comercial con Estados Unidos. México vende como nunca antes a ese país y salimos ganando por mucho. Los flujos de inversión se incrementaron sensiblemente. No digo que no haya habido bajas de nuestro lado pero también hubo dolor de aquel lado. El ajuste obligaba. De los mitos para qué hablar: ni nos devoraron, ni perdimos "la identidad".
Pero quizá el factor más importante del TLC sea otro, me refiero a su efecto modernizador en la vida de los mexicanos. No hay para atrás. Las comparaciones de productos y precios pero también de formas de producir y de las relaciones laborales y humanas que están detrás, se volvieron obligadas. El concepto de productividad penetró. La competencia hoy es asunto de todos los días para decenas de millones de mexicanos. El centro de la discusión se desplazó, dejamos atrás la bonanza de empresas nacionales que pocos beneficios nos traían y el consumidor se convirtió en actor central. Las nuevas clases medias mexicanas amueblan sus casas y consumen de un menú de productos mucho más amplio, productos de mejor calidad y a mejor precio. Esos millones de consumidores jóvenes ni se imaginan lo que era una economía cerrada. Pero hay más.
El comercio ha sido el motor de la modernización de muchas sociedades, no somos la excepción. El TLC ha tenido un impacto en la forma de mirar la vida, incluidas la política y la cultura, es ya un hecho histórico. Los mexicanos de hoy, con los 70 millones de celulares y otras formas de comunicación, están más informados de lo que ocurre en el mundo y comparan. La oferta de productos culturales se ha multiplicado. Las relaciones con Estados Unidos han dejado de tener un carácter casi pecaminoso. La idea de éxito se internacionalizó. Pensemos en la música o el cine. En derechos humanos o ecología nos sabemos observados y eso ha destruido los múltiples muros del miope nacionalismo mexicano. Los hábitos, las costumbres de muchos son hoy otras. Cambiamos ¿Dónde estaríamos sin el TLC? Seguiríamos atrapados en nosotros mismos.
La cumbre de Guadalajara recuerda lo mucho que nos falta para llegar a una verdadera sociedad abierta.