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Hoy más que nunca urge la reforma del Estado

JESÚS CANTÚ

Tras doce años y cuatro legislaturas las mexicanas y mexicanos todavía esperamos la tan anhelada y necesaria reforma del Estado mexicano y, en lugar de ello, los legisladores entregan reformas alternativas, que en nada (o muy poco, en el mejor de los casos) contribuyen a la gobernabilidad democrática que México requiere.

La reforma electoral de 1996, permitió acabar con el presidencialismo metaconstitucional, al generar las condiciones para que el Ejecutivo Federal perdiera la mayoría absoluta primero en la Cámara de Diputados y, posteriormente, a partir de 2000, en el Congreso de la Unión, lo que generó el equilibrio de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) indispensable en una democracia y, que en el caso mexicano, acabó con el predominio presidencial.

Pero el ámbito electoral ya no da para más, pues ahora lo que se requiere es un trabajo de ingeniería constitucional, que permita construir la nueva institucionalidad que afronte los retos de la nueva realidad nacional e internacional. Edificar el entramado que proporcione las reglas y las instancias para que la pluralidad y diversidad nacional se transformen en energía creadora y no en un factor de parálisis.

Los resultados electorales del domingo 5 de julio colocaron al presidente Felipe Calderón en el peor de los escenarios posibles, pues tendrá necesariamente que negociar en condiciones de debilidad con el PRI, que junto a su aliado el PVEM logran hacer mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y, por lo mismo, se vuelven en interlocutores indispensables para aprobar cualquier reforma legal. Pero además Calderón también perdió su capacidad real para vetar el presupuesto federal (única atribución del Congreso que es facultad exclusiva de la Cámara de Diputados), pues su partido no alcanzó los 167 diputados que como mínimo requiere para garantizar que la Oposición no alcance las dos terceras partes necesarias para revertir un veto.

En estas condiciones Calderón tiene tres opciones: cogobernar con el PRI; en los hechos, concluir anticipadamente su sexenio y dedicarse a sobrellevar los tres años restantes; o asumir el papel de estadista, que tanta falta hace en México, e impulsar la construcción de la institucionalidad democrática.

Más allá de las evidentes diferencias entre los partidos políticos, una de las razones que impide avanzar en la reforma del Estado, es que desde la Presidencia o desde la Oposición, ninguno de los partidos políticos con una fuerza legislativa importante coloca los intereses nacionales por encima de los suyos. Ningún grupo parlamentario impulsa la verdadera reforma institucional, porque añoran acceder al poder (el Ejecutivo) y usufructuarlo a plenitud, sin límites ni contrapesos. Todos evocan más el ejercicio autoritario, de lo que anhelan construir un régimen democrático, porque piensan que ellos van a ser los próximos detentadores.

Pero el proceso electoral intermedio dejó claro que lo que hoy hace falta es revisar el sistema de Gobierno y el sistema de partidos, que obviamente repercutirá en algunas modificaciones al sistema electoral, pero éste ya no debe ser el eje.

Después de tres sexenios en los que las elecciones intermedias arrojan un resultado cada vez más negativo para el presidente (en 1997, Ernesto Zedillo únicamente perdió la mayoría absoluta en la Cámara, pero su partido era la primera fuerza, mantuvo el poder de veto y no había mayoría consolidada de ningún bloque opositor; en 2003, Fox, perdió el poder de veto, pero no enfrentó una mayoría opositora consolidada; y en 2009, Calderón, pierde el veto y emerge una mayoría opositora consolidada) hay que pensar en algunas medidas que permitan atenuar sus impactos.

Y, entre otras, hay que revisar los seis años del período presidencial, que hoy parecen excesivos; analizar la posibilidad de renovar la Cámara de Diputados por mitades y no totalmente; estudiar incluso la conformación del Congreso de la Unión, pues desde 1997 el Senado dejó de ser la cámara del federalismo (es decir, la que representaba con el mismo número de legisladores a las entidades federativas y, por lo mismo, era la responsable de salvaguardar sus intereses) y, por consiguiente perdió mucho (si no todo) su sentido, hay que recomponerla o de plano pensar en eliminarla; otorgar al Ejecutivo facultades de veto parcial y de presentar iniciativas de atención preferente.

En el ámbito del sistema de partidos, también hay mucho por hacer: impulsar la transparencia de su vida interna; disminuir los requisitos para el registro de nuevos partidos políticos; revisar los montos de financiamiento público, particularmente para las actividades ordinarias; permitir la postulación de candidatos no partidistas; incluir en la boleta electoral un recuadro con el llamado voto en blanco, que permita a la ciudadanía expresar su inconformidad con todos los candidatos y, desde luego, que tenga consecuencias jurídicas directas.

Esto sin incluir asuntos como la reelección legislativa, la incorporación de los instrumentos de democracia directa o de mecanismos de democracia participativa, así como, una nueva legislación en materia de telecomunicaciones, que desde luego revise toda normatividad de radio y televisión.

Las reformas implican una redistribución del poder, ese que los presidentes o los aspirantes con posibilidad de serlo se niegan a revisar porque añoran ejercerlo plenamente concentrado; pero que los electores le arrebataron a Calderón, por lo que ya no tiene mucho qué proteger. Precisamente porque no tiene nada qué perder y sí mucho qué ganar, al construir la estructura institucional que permita un ejercicio democrático de la autoridad, la derrota electoral de Calderón y el PAN, puede ser el detonante de la anhelada reforma del Estado mexicano.

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