Hace 199 años inició un proceso sumamente confuso que, mucho me temo, aún no termina. Lo peor es que continúa siendo confuso. Y es que en casi dos siglos de vida independiente (que empezó en 1821, no en 1810), no hemos sabido crear un proyecto de nación viable. Algunos de los rezagos y agravios que hicieron estallar la ira popular en septiembre de 1810, siguen ahí, chirriando y enervándonos.
En pleno siglo XXI, seguimos sin tener brújula: a dónde y cómo conducir a la nación, qué hacer para que sus integrantes puedan tener una vida decente, productiva y satisfactoria. Hemos visto transformarse al mundo durante estos dos siglos, y no hemos sido capaces de tomar lo mejor, seguir ejemplos, abandonar prejuicios y dogmas que nos siguen sometiendo. Nuestro encierro mental le ha costado muchísimo, demasiado, a muchísimos mexicanos. A demasiados.
El siglo XIX lo perdimos (junto a la mitad del territorio, que para nada habíamos utilizado de cualquier manera) en áridas disputas entre centralistas y federalistas, entre liberales y conservadores. La historia de esa centuria es una de asonadas, cuartelazos y guerras civiles que no sirvieron para maldita la cosa. En tanto otros países absorbían los beneficios de la Revolución Industrial y se encaminaban al progreso, acá nos matábamos por mitos geniales y simples ambiciones de caudillos sin mayor consecuencia.
Se supone que los liberales ganaron el siglo XIX. Pero fue una victoria trunca, porque el liberalismo mexicano resultó incapaz de encaminar al país a la prosperidad. Le echan la culpa a don Porfirio. Sí, él fue responsable, pero no el único. Al menos él tenía un proyecto de nación, que no se diferenciaba mucho del de otros países menos afortunados que el nuestro. Y que sí prosperaron.
Tras la hecatombe de la Revolución, que nos echó para atrás treinta años, se creó un régimen único en el mundo. Que trajo estabilidad, sí, pero que hizo de esa estabilidad el germen de muchos de nuestros males. En los años setenta se debía haber liquidado el modelo de crecimiento de los cincuenta y sesenta, y no se hizo. En los ochenta se debían haber implementado las reformas estructurales que todavía seguimos discutiendo. La alternancia política se tardó al menos una generación más de lo que debía. Hoy estamos entrampados buscando alterar cosas que otros países cambiaron hace dos o tres décadas. Y sobra quien continúe cegado con las mismas cantinelas de siempre: el nacionalismo, la soberanía, la amenaza imperialista, los múltiples masiosares, esos extraños enemigos… que, con frecuencia, somos nosotros mismos.
Si queremos darle viabilidad a este país en el siglo XXI, y no encaminarlo al fracaso como en los dos siglos anteriores, hemos de hacer una reflexión sobre nuestros dogmas y nutrida mitología. Y darnos un nuevo principio. Si no, de nuevo fallaremos.