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Intensidad de la pasión

Addenda

GERMÁN FROTO Y MADARIAGA

El corazón es el cofre en donde se guardan los recuerdos más preciados. Por eso, de ahí provienen mis mejores y más gratos recuerdos de aquellas Semanas Santas de mi niñez.

Algunos de estos pasajes, los he ya contado en este mismo espacio, pero no está de más repetirlos, ahora que vienen a cuento, por la proximidad de esos días.

Por una razón o por otra, vivíamos con intensidad esos días. Sea por las propias costumbres familiares o por que mi abuela Chonita llegaba a la casa a pasar esos días con nosotros o a la inversa, nos íbamos a Viesca.

Mi abuela y por ende mi madre, eran de una grande religiosidad y no permitían distracciones de ninguna naturaleza.

He platicado que cuando ella venía a Torreón, llegaba a la casa e inmediatamente sacaba de su maleta una serie de paños morados, que como pescador de Pátzcuaro, extendía sobre ciertos muebles y los espejos.

De manera especial y sin dilación, cubría la televisión, la consola y el radio, así como todos los espejos de la casa.

Cualquier diversión y mirarse en los espejos, estaba prohibido, porque lo uno ofendía al Señor y lo otro también porque era vanidad.

Y nadie protestaba, ni siquiera mi padre, su yerno, a quien ordinariamente le amanecía y anochecía escuchando música.

Todos nos sometíamos a las reglas de la abuela, fuera por darle gusto o por temor a enfrentarla, pero nadie repelaba.

Luego, en procesión, y sin reparos, todos la acompañábamos a la visita de los "siete templos" y las "siete palabras", que a mí cada vez se me hacían más aburridas por repetitivas.

Los curas se la pasaban con puros regaños o recurriendo a lugares comunes y con muy poca sustancia evangélica.

Nunca escuché ahí, por ejemplo, cómo se revelaba la naturaleza humana de Cristo, al decir aquello de: "Padre mío, si es posible, haz que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya", que ponía de manifiesto el temor natural del Señor ante lo que le esperaba.

Y esas facetas a mí me gustan, porque me lo muestran como hombre, y no sólo como Dios. Es igual a cuando hace el coraje de su vida con los mercaderes del templo y los expulsa de ahí, porque a cualquiera enoja que los templos se conviertan en tiendas de recuerdos, como sucede en Europa o en la Basílica.

Desde luego que no faltaba el cura poco ilustrado que en vez de decir "Denme agua, tengo sed", salía con aquello de: "Denmen agua, tengo sed".

La visita de los templos y el vía crucis eran obligatorios para todos, sin excepciones, aunque los recintos olieran a fiel, por la cantidad de gente que se reunía en ellos.

De ahí que cuando conocí el botafumeiro de la catedral de Santiago, en España, comprendí de inmediato su utilidad, para menguar el olor de los fieles peregrinos que se concentraban en ella, porque muchos de ellos venían de lejos y sin poderse asear en varios días, por lo que los humores se concentraban muy feo.

Cuando íbamos nosotros a pasar esos días en Viesca, presenciábamos escenas chuscas, porque la gente del campo no se anda con rodeos.

Recuerdo de nueva cuenta, a aquel par de viejitas que se sentaban en la banca de atrás de la que ocupaba mi abuela. Llegaban y de inmediato se disponían a dormir y roncar a pierna suelta.

Después de un rato, una de ellas se despertaba y le preguntaba a la otra: "Comadre, comadre, ¿en qué palabra vamos?", y la comadre toda adormilada le respondía: "Pos' creo que en la cuarta", a lo que la otra replicaba: "Ah, bueno" y se volvía a dormir.

Pasado un tiempo, volvía a despertar y a preguntar lo mismo, a lo que le respondía: "Creo que en la séptima"; "Ah, entonces, ¿ya lloramos, comadre?"; "¡Pos' ya lloramos!"; y ambas se soltaban llorando a voz en cuello.

Mi abuela se molestaba y trataba de apaciguarlas, pero sin lograrlo, porque ellas iban a llorar la muerte del Señor, aunque lo hicieran como plañideras profesionales, porque lo hacían fuerte y con sentimiento.

Al final, había que adorar el cuerpo de Cristo, expuesto yaciente, al pie del altar. Eso no era del agrado de algunos, como Chacha, porque como todos besaban la imagen, ella decía que estaba llena de microbios, así que ponía su mano sobre la figura y besaba su mano, para no exponerse al regaño de la abuela.

Así pasaban aquellos días santos y a nadie se le ocurría proponer juegos o diversiones, menos pedir permiso para ir a un baile, porque decían que a esos lugares iba el diablo, encubierto en el cuerpo de un hermoso mancebo, pero con patas de cabra y sacaba a bailar a las muchachas y se las llevaba al infierno. Así que en la duda, mejor era no averiguar si era o no cierto.

Las costumbres, como las modas, cambian; pero así se vivían aquellos días de guardar.

Por lo demás, "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".

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