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Koyaanisqatsi

Las laguneras opinan...

LAURA ORELLANA TRINIDAD

A fines de 2007, el Congreso estatal de Coahuila, dio permiso al Ayuntamiento de Torreón, de "juntarse" con sus hermanos de municipio, Gómez Palacio y Lerdo para conformar una zona metropolitana. Desde entonces, su nombre oficial es así, "Zona metropolitana de La Laguna", y sustituido, según el decir gubernamental, por el coloquial de Comarca Lagunera. Claro, la ventaja es la aprobación de los 250 millones de pesos que se le adjudicaron. Sin embargo, va a resultar difícil que le dejemos de llamar así, es ya una tradición.

Por otro lado, desde hace muchos años nuestra región fue catalogada como zona metropolitana. El gran planeador urbano Luis Unikel, la consideró así desde hace más de 30 años. Ya de entonces vienen los desafíos de problematizarnos en una zona con dificultades y necesidades comunes, tal y como comenzamos hace siglos.

Sin embargo, a la denominación de Zona Metropolitana llegamos muy debilitados. Crecimos demasiado rápido en el siglo XX y de esa misma manera nos gastamos nuestros recursos. Unikel, en su importante obra "El desarrollo urbano de México: diagnóstico e implicaciones futuras" revela cómo la ciudad de Torreón ocupaba, según varios indicadores que estudió, el décimo lugar en importancia nacional en 1930, apenas 23 años después de haber sido declarada "ciudad" y para 1950, había escalado al quinto lugar, sólo precedida por el área urbana de la Ciudad de México, Guadalajara, Monterrey y Puebla. Para no creerlo. Parecíamos parte de la élite urbana y nos la creímos.

Por supuesto que este crecimiento estuvo muy vinculado a las fuertes inversiones en obras de riego que hubo en ese entonces en La Laguna (por ejemplo, la presa Lázaro Cárdenas data de 1946); una política agraria de apoyo a la pequeña propiedad y el ejido; crédito disponible; la expansión de infraestructura física como carreteras y energía eléctrica, recursos indispensables para el movimiento económico. Por supuesto que no sólo el agro favorecía el desarrollo: empresas como Peñoles incrementaron sus actividades industriales, especialmente aquéllas ligadas a los metales no ferrosos e iniciaron otras como la Pasteurizadora de La Laguna, que a la postre se convertiría en Lala.

Yo no tenía la menor idea de que la fibra de mis faldas de terlenka, que tanto me gustaron en los años sesenta, competía férreamente contra el principal medio de vida de mi región: el algodón. Ni que el alimento de las vacas que producían la leche que nos dejaban en envases de vidrio diariamente en la casa, consumían tanta agua. Ni que las maravillosas flores del algodón parecían tan vivas por las impresionantes dosis de pesticidas que les aplicaban. Y así, el campo lagunero que nos orgullecía comenzó a descapitalizarse, a tal grado, que según un estudio realizado por Héctor Salazar, "La dinámica de crecimiento de ciudades intermedias de México", Torreón fue una de las poblaciones con mayor nivel de rechazo durante la década de 1960 a 1970; es decir, nuestra ciudad no sólo había dejado de atraer a migrantes nacionales y extranjeros, sino que ni siquiera retenía a sus habitantes: éstos fueron lanzados a buscar fuentes de trabajo a otros lugares. El mismo autor asegura, que en la siguiente década las tendencias comenzaron a revertirse, pero más que nada por el crecimiento de los municipios periféricos a Torreón: cabe recordar que Gómez Palacio tenía un parque industrial mucho más desarrollado que el de su vecino.

Y mientras Los Beatles sacaban su primera grabación, en 1962, aquí se presentaron los primeros casos de hidroarsenicimo; después vendrían los intoxicados por plomo y las innumerables alergias que ya padecemos miles en la región. Nuestro desierto, vencido y sin fuerzas, no tiene más opción que abrir sus entrañas y tragarse casas, animales y hasta personas vivas. No le hemos dejado más remedio.

Y hoy veo como verdaderas Casandras a quienes se han desgañitado desde hace décadas prediciendo este presente. Son los ambientalistas, médicos, toxicólogos y otras personas que sufren doblemente: por su don de profecía y por la maldición de no poder persuadirnos de los males futuros que nos aquejarán (o más bien, nos aquejan).

Disculpen si el tono es pesimista: pero esta semana vi nuevamente fragmentos de la película Koyaanisqatsi, que en el idioma de los indios norteamericanos hopi, quiere decir "vida fuera de equilibrio", "vida fuera de balance", "vida desintegrada", "un estado de vida que clama por otra manera de vivir"; y es que este filme de los ochenta presenta el contraste entre la vida posible en armonía con los recursos naturales y las características de las metrópolis que los consume: vertiginosas, deshumanizadas, aceleradas, violentas, caóticas, que producen soledad y en las que vamos y venimos sin detenernos a pensar un poco, apenas un poco, en lo que estamos haciendo.

La reflexión mundial ha sido tardía, muy tardía. Apenas en la Cumbre de la Tierra celebrada en Río de Janeiro en 1992, se institucionalizó el concepto de sustentabilidad, que en una de sus dimensiones contempla, la ambiental, es decir, "

El proyecto de la zona metropolitana tiene un gran reto: que los tres municipios se pongan de acuerdo y trabajen juntos en devolver a la tierra lo que nunca debimos quitarle; regresarle los nutrientes necesarios para que pueda acogernos; integrarnos en una gran comunidad que desarrolle su potencial de manera homogénea. Todos tenemos responsabilidad en ello. Mejor que vencer al desierto, es florecer con él.

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