Cuando vemos que un servidor público que ocupa un cargo de elección popular obedece exclusivamente a intereses personales o partidistas y, en consecuencia, pisotea el mandato de los ciudadanos, nuestra reacción no puede ser otra que la indignación y el enojo. Pero cuando nos damos cuenta de que la mayoría de los funcionarios de la República mantienen ese patrón de comportamiento y descubrimos que la ley en vez de sancionar esa forma de proceder, la avala, la única conclusión a la que podemos llegar es que la democracia en México es una falacia.
En la semana que acaba de pasar los laguneros tuvimos dos ejemplos claros de cómo la ética y el compromiso con los ciudadanos, que deberían prevalecer en la función pública, son relegados por la ambición personal y la agenda electoral de un partido.
El caso de Eduardo Olmos Castro es lo más parecido a una broma: a tan sólo 13 días de haber tomado protesta como diputado local en el Congreso de Coahuila le fue concedida la licencia para separarse del cargo por tiempo indefinido. Trece días. Es decir que Olmos anduvo 35 días en campaña (del 10 de septiembre al 15 de octubre de 2008), y gastó millones de pesos en propaganda para ocupar un cargo sólo durante 13 días. Ya ni para qué hablar de las iniciativas que dijo que iba a impulsar, las cuales se pueden leer en una entrevista publicada por El Siglo de Torreón el 10 de octubre de 2008.
Pero si revisamos la historia de este empresario-político en los últimos 4 años, no es de extrañar su comportamiento de ahora. En el lapso referido, Olmos ha ocupado 4 puestos diferentes en la función pública: en 2005 pidió licencia como diputado federal para lanzarse como candidato del PRI a la alcaldía de Torreón, que no ganó; ese mismo año fue nombrado por el gobernador Humberto Moreira Valdés secretario de Obras Públicas; en 2007 pasó a ser secretario de Desarrollo Regional de La Laguna, puesto que abandonó para ser candidato a diputado local por el distrito XII. Ahora pide licencia como legislador para regresar a la secretaría regional con miras a contender, otra vez, en la elección interna de su partido por la candidatura a la alcaldía de Torreón.
El otro caso es el del presidente municipal de la vecina ciudad de Gómez Palacio, Ricardo Rebollo Mendoza, quien en la entrevista publicada por este medio el pasado martes no sólo dejó entrever su interés por contender por la diputación federal por el distrito II de Gómez Palacio -que en caso de ganar lo metería de lleno en la contienda interna del PRI por la gubernatura-, sino que intentó justificar su prematura salida de la alcaldía argumentando que “ya había cumplido con todas sus metas de campaña”; esto a tan sólo un año y cuatro meses de haber asumido el cargo. Es decir, las promesas que hizo Rebollo durante su campaña y los objetivos que se trazó no eran para los tres años que dura la Administración, sino para la mitad, cosa que, evidentemente, no aclaró al electorado cuando fue a pedirles su voto.
Además, en su alegato, el alcalde de Gómez Palacio da por concluidas obras que aún están en proceso o que están por iniciar. Pero lo cierto es que, en caso de que pida licencia en estos días, la responsabilidad de terminar dichas obras recaerá en la persona que sea nombrada por el Congreso local -según la reciente reforma al Artículo 52 de la Ley Orgánica del Municipio Libre del Estado de Durango-, congreso que, dicho sea de paso, es de mayoría priista y está controlado por el gobernador Ismael Hernández Deras. De tal forma que, si Rebollo se va, la Administración estaría encabezada por una persona no elegida por los habitantes de Gómez Palacio, sino impuesta por el tricolor.
En ambos casos, el de Olmos y el de Rebollo, los intereses de la ciudadanía, esos que cuando están en campaña fervorosamente prometen defender, quedan relegados. Ellos se excusan diciendo que no va contra la ley abandonar un cargo para aspirar a otro; y lamentablemente tienen razón. Pero eso no puede ocultar la falta de ética implícita en el acto, por el engaño hacia los electores y por la manipulación de las instituciones políticas con fines ajenos a la esencia de la democracia, que es la búsqueda el bien común. Con sus declaraciones y sus acciones lo único que demuestran es que, no obstante que perciben un sueldo pagado con los impuestos de los ciudadanos, su vocación para servir a éstos es nada en comparación con la que tienen para con sus verdaderos jefes.
Cuando sean nuevamente abanderados de su partido, ahora para la diputación federal, ¿qué les van a decir a los ciudadanos? ¿Les van a volver a mentir? O ¿les van a decir que en caso de ganar cumplirán con el mandato del pueblo hasta que su gobernador o el dirigente de su partido los requiera para otros menesteres? Pero es verdad que poco les preocupa la animadversión que los saltos de los “chapulines” provocan en un amplio sector de la sociedad, porque a fin de cuentas saben que no hay elección que no se “enderece” con seis horas de acarreo.
Frente a estos hechos, hay que ser serios: un país en donde unos cuantos pueden con un chasquido de dedos deshacer el mandato de la mayoría, no puede llamarse democrático. Al menos en esto, no debemos permitir que nos sigan tomando el pelo.
argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx