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La balsa

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

El poder ha cambiado de manos, pero no de horizonte. Los partidos han pasado de la Oposición al Gobierno y del Gobierno a la Oposición sin que haya aparecido una idea distinta de lo político. Esa noción hermana a los partidos que han ocupado la Presidencia en las últimas décadas. El nuevo partido gobernante ha resultado el mejor discípulo de su antecesor, mientras los priistas mantienen fidelidad por sí mismos. Ambos rinden culto a la tradición. Su imaginación es presa de sus lealtades y de sus temores. Se aferran a la herencia como si no hubiera opción, como si cualquier innovación fuera un precipicio. La democracia es el gobierno de los vivos, dijo Thomas Paine. La nuestra no es el reino de la vida, sino el imperio de los indolentes.

Hemos hablado mucho de aquella tradición centralista que concentraba el poder en una sola figura. Seguramente exagerábamos al hablar de un absolutismo presidencial, pero es innegable que la figura del ejecutivo era imponente y que apenas encontraba resistencias visibles. Pero lo que apunto ahora no es cuánto podía hacer la cabeza del Gobierno sino cuál era su mirador, cuál era el entendimiento del oficio, de qué manera se orientaba su decisión, cuáles eran los linderos comúnmente aceptados, cuál era el terreno que pisaba. El régimen priista otorgó enormes poderes al presidente. Eso lo sabemos bien. Pero el priismo fue un extenso pacto político y social. Durante décadas, los presidentes priistas entendieron su labor como administradores de esa alianza. Una presidencia más tutelar que motriz. El presidente comandaba una estructura públicamente disciplinada, pero era también receptor de una multiplicidad de demandas contradictorias que necesitaban atención y cauce. A él correspondía la custodia de los equilibrios heredados. Poco entendemos de nuestro pasado reciente si creemos que ese partido era solamente un proveedor de ofrendas al presidente en silenciosa espera de su gracia.

La hegemonía vestía el traje de un imperio, pero se basaba en un barroco dispositivo de equilibrios y compensaciones. Autoritaro, desde luego. Pero era un autoritarismo en obsesiva búsqueda de consenso. Una cuidadosa economía del poder más preocupada con la flotación de la paz que con la ruta de navegación que pusiera en riesgo el pacto. Si el presidente lo podía todo, según cuenta la leyenda, ¿por qué ninguno se animó a cambiarlo todo? Será seguramente porque entendían la política como preservación de equilibrios delicados. Cuidar la estabilidad ante todo. Es que en la memoria del aquel mando había conciencia de la extrema vulnerabilidad del orden político. Toda la retórica revolucionaria podría haber sido babosa e insustancial, pero esa constante invocación histórica en algo correspondía a la convicción profunda del poder: venimos de la destrucción y podemos regresar a ella. Surgimos de la guerra y la guerra puede retornar si descuidamos los equilibrios.

Ese sentido profundamente tradicionalista de la prudencia marcó al régimen priista y esa es la herencia profunda que los panistas han aceptado. Ninguna política podría lastimar a los santos de la memoria, ninguna decisión podría agredir a los aliados históricos, ninguna acción debería desbalancear la plataforma de la gobernación. Así era entonces y así sigue siendo ahora.

Existe una política de lancha y una política de balsa. Una política con dirección y una política flotante. Una se basa en la propela, en el movimiento, en la estela que dibuja con su avance. La otra se asienta en troncos inertes y va a la deriva, feliz de no hundirse. La política en México, desde hace muchas décadas es política de balsa: política cuya ambición central es mantener la nariz arriba del agua. Ninguna decisión relevante que agite las aguas, ningún conflicto que perturbe los equilibrios. En eso se entienden bien panistas y priistas: cogobiernan para defender una plataforma flotante. No saben hacia dónde mover la estructura o no saben cómo hacerlo. El hecho palpable es que tienen al país detenido en una balsa. La alternancia en nada modificó este entendimiento de la política. Subsiste un temor paralizante a alterar los pactos y pánico a encarar conflictos. La apertura y la democratización fueron, en buena medida, producto de esa política del salvavidas: incorporar lentamente a las oposiciones a la estructura institucional tratando de no alterar el arreglo previo. Así, los gobiernos que se han sucedido recientemente, en alianza con sus antiguos adversarios, continúan rindiéndole tributo a la política de la inercia. Los presidentes panistas han resultado, a pesar de sus arranques, guardianes de la herencia.

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