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La Catrina

GILBERTO SERNA

Eran otros días. La edad de la inocencia. Los rapazuelos, casi sin respirar, mirábamos con ojos, en los que se dibujaba el asombro, aquel lugar donde la oscuridad se hacía más densa. Haciendo acopio de valor, agazapados, dejábamos transcurrir los minutos sin decidirnos a pegar la carrera, para pasar frente al vano de la puerta tras el cual, en nuestra imaginación infantil, enfebrecida por el miedo, encerraba espantajos como los que se miran de lejos en un sembradío cuando la luz de la luna los ilumina dándole un aspecto siniestro que a la luz del día no son sino monigotes rellenos de paja, sostenidos en una vara en cruz, con un raído y viejo sombrero de ala ancha, que los vientos hacen oscilar, dándole una aparente hálito de vida.

Era el Torreón de nuestra niñez donde la fantasía hacía presa de nuestra ingenuidad. Una moneda de veinte centavos era el premio para el arriesgado que vencía sus temores no dejando por ello de, a todo lo que daban las piernas, ir de aquí para allá. Dinero que no tardaba en convertirse, en un sabroso muégano o cualquier otro delicioso chuchuluco, que hubiera en el tabarete de don Julio.

Sirva esto de introito a lo que se vive en estos días, consagrados a rendir culto a los fieles difuntos. Me preguntaba todas esas mañanas en un soliloquio constante ¿habrá vida después de la vida? Los antiguos egipcios preparaban las exequias de sus muertos sometiéndolos a una preparación de embalsamamiento. Los mexicanos aún tenemos la vieja costumbre de recibir en nuestros hogares a las almas que nos visitan en estos días, preparándoles un altar con vasijas conteniendo comida que les gustaba.

Pocos seres humanos hemos sufrido la cercanía de una aparición. En mi ya largo peregrinar sólo una vez me aconteció un fenómeno paranormal, o sea más allá de los sentidos físicos, dando paso a un evento espiritual, lleno de misticismo. Ocurrió en la década pasada, cuando aún mis piernas eran fuertes. Tenía la costumbre en ese entonces de caminar por el bosque en las primeras horas del día, usando el auto para ir desde mi casa, yendo por la avenida Juárez, tuve que detenerme por que el semáforo prendía en rojo, en la esquina con la Calle 22. No tenía previsto lo que sucedería, no lo creo ahora que han pasado varios años desde entonces. En el exterior del coche hacía frío, como ahora, recuerdo que llevaba los vidrios de la portezuela subidos.

Distraído en la espera de que cambiara el semáforo a verde, a través del vidrio, una respetable señora, hacía señas de querer hablar conmigo. Vestía un salto de cama, de fina seda, atada al cuello con una cinta rosa, encima una bata de tela transparente y cómodas chinelas. No supe de dónde salió. Cuando me percaté de su presencia, reconozco que me asusté y cómo no iba a hacerlo si todo indicaba, bajo la oscuridad reinante, que no era una vulgar pedigüeña. Aunque cabría pensar que lo que pedía, a la hora que lo pedía y el lugar en que lo hacía no era precisamente algo que fuera normal, le apuraba un teléfono porque le urgía llamar a Monterrey. Su voz era como la de cualquier otra persona, sin inflexiones que denotaran era o no de otro mundo. Era suave y educada. No parecía una dama cuya mente estuviese extraviada, en su breve estadía sólo podía juzgarse que no estaba chalada, perturbada, chiflada o trastornada. Tampoco parecía que estuviese siendo objeto de una persecución. En ese momento no me pasó por la cabeza que pudiera tratarse de una aparición fantasmal. A mi juicio era demasiado real. Quizá su vestidura debió delatarla. Era de una fina elegancia. Denotando las huellas en su rostro que habían pasado sus mejores años.

En fin, he pretendido con esta narración que viene a cuento porque la tradición ha hecho que festejemos el día con nuestros muertos, narrar lo que aconteció, sin exagerar, concretándome a los hechos de que fui involuntario protagonista, puede usted creerlo o no, total ¿qué iba yo a ganar con engañarlo? Ayer leía en este periódico que los mexicanos no le tememos a la muerte. Eso se desprende, en entrevista telefónica, lo que dijo el 74 % de la población. Un 66% cree en el paraíso, un porcentaje casi igual está convencido que existe el Infierno. Hay quien asegura, 65%, que al fenecer se encontrará con sus seres queridos. Un 57% no concibe la resurrección.

Como en la cuestión está involucrada la fe, que es la primera de las virtudes teologales, es evidente que siendo un conocimiento sobrenatural, cabría pensar que sin ver se cree lo que Dios dice y la Iglesia propone, que es el caso de los católicos. En fin, ahora que lo pienso les diré que si hubiera encarnado, es la hora en que les estaría contando que era la mismísima Catrina, creada en un grabado de José Guadalupe Posada, con la que esa madrugada estuve conversando.

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