Después de varios intentos fallidos, finalmente hicimos coincidir cinco días para hacer un viaje juntas. Habíamos planeado tantas veces la convención de cuatro viejas amigas... beberíamos frescas Margaritas tendidas al sol en la playa, por las noches saldríamos relajadas y bonitas a cenar en algún sofisticado restaurante, y como la buena vida en Acapulco empieza a media noche, después de cenar nos iríamos a bailar al "Mojito" con música viva y tropical - y no se preocupen por la pareja, ahora las pistas están llenas de mujeres que bailan solas- les dije a mis amigas.
De madrugada, comeríamos pozole en cualquier terraza antes de volver a casa para dormir sin horarios ni responsabilidades. Esos eran nuestros planes, aunque lo que realmente ocurrió es que no salimos a ninguna parte porque una vez que empezamos a platicar ya no pudimos callar. Hablamos como si trajéramos en la espalda un pesado costal de palabras y necesitáramos vaciarlo.
Nos arrojamos sobre el verbo como quien después de un largo ayuno se encuentra frente a una mesa llena de viandas. Desde tempranito, en pijama y alrededor del café, empezábamos a arrebatarnos la palabra: ¿Qué es lo que más te disgusta? -que alguien me diga ya ponte a trabajar- dijo una. ¿Cuál es tu palabra favorita? Sí, porque es como el ábrete sésamo -dije yo. ¿Qué ruido te parece más desagradable? -la voz chillona de AMLO" dijo otra. ¿Qué te sugiere la palabra sexo? Déficit -respondió sin dudarlo Susy. ¿Qué es lo que más te asusta? -que mi muchacha me diga: señora quiero hablar con usted. Hablamos de la mañana a la noche, con la boca llena, a gritos, con voz entrecortada por la risa... y a ratos por el llanto. Íbamos de un tema a otro así nomás, como fluía: nos lamentamos de la forma en que la edad favorece a los hombres con el éxito, y los califica para la conquista de bellas jovencitas que si dijeran lo que piensan les llamarían abuelo; pero que teniendo los abuelos bien abultada la cartera; los encuentran seductores, mientras que a las mujeres, la edad nos margina de la vida laboral, del romance y de la vida sexual.
En ese tema estábamos cuando brindamos por Madona y su nuevo amante de veintitrés años, y por la Duquesa de Alba que a los ochenta y tantos no la inhibe lucirse en traje de baño con un novio de cincuenta y dos. ¡Lástima que no tengamos el Palacio de Liria que tiene la Duquesa, ni los millones de Madona -comentó alguna- pero todas estuvimos de acuerdo en que alguien tiene que despejar ese viejo tabú de que los vejetes -si la cartera se los permite- pueden enamorar jovencitas, y las vejetas mientras tanto, debemos dedicarnos a atender a los nietos.
Hablamos de los hijos, del abandono emocional que sentimos cuando dejamos de formar parte de sus vidas. Hablamos de herencias, de la codicia y las rupturas que suscitan, especialmente entre los hermanos que se piensan muy unidos hasta que el dinero los separa; y también hablamos de Dios, que no hace caprichos ni contesta el teléfono cuando más lo necesitamos. Así como de paso, tocamos el tema de la muerte y la reencarnación: -de eso sólo me ocuparé después de mi funeral- dije yo. Nos quejamos del silencio exasperante de los maridos que llegan del trabajo a enchufarse a la tele o a la computadora; o simplemente porque no tienen nada qué decir.
Concluimos que de ahí partía nuestra gran necesidad de hablar, tanta, que la vacación consistió en tirarnos en las tumbonas junto a la alberca y en rellenar eventualmente los vasos de piña colada, sin interrumpir por nada el hilo de la conversación. Volvimos a México ligeras y de muy buen humor. Tenía razón Freud cuando designó a su terapia "La cura por la palabra".