Una entrevista periodística que se le realizó a un anciano presidente de México cambió la historia de este país. En 1908 James Creelman, que en Estados Unidos era considerado como el mero trucha-marucha en asuntos mexicanos, entrevistó en el Castillo de Chapultepec a Porfirio Díaz, que a la sazón tenía 78 años bastante bien vividitos. Pues bien: este trabajo periodístico no hubiera pasado de ser, como tantos otros, un panegírico al "Hombre Necesario" si no es porque a media entrevista, sin decir agua va ni venir al caso, Díaz soltó una bomba: no buscaría la reelección en 1910 ("México es un país joven para ser dirigido por un viejo") y vería el surgimiento de nuevos grupos políticos "como una bendición".
Nunca lo hubiera dicho: las tranquilas aguas del Porfiriato se agitaron como si docenas de nadadores quisieran salvar de ahogarse a Pamela Anderson. Quien todo mundo suponía que sucedería a Díaz, el general Bernardo Reyes, se lanzó a hacer campaña antes de quitarse siquiera la piyama. Pero al rato Díaz salió con que "dijo mi mamá que siempre no" y que sí iba a buscar la reelección. Luego de quemar feamente a Reyes, su sucesor natural, Díaz cometió un fraude grotesco (y muy probablemente innecesario) contra Madero, creando las condiciones para el estallido de la orgía de sangre y destrucción que se hace llamar Revolución Mexicana; que a su vez dio paso a un régimen autoritario, el priato, cuyo aferramiento al poder hace palidecer a (casi) cualquier dictadura personal.
O sea que con lo dicho en esa entrevista (mejor dicho, con sus consecuencias) Díaz destruyó la obra de toda su vida, hizo retroceder tres décadas al país y permitió el surgimiento de un sistema político que debiera tener como emblema una cucaracha: repugnante, pero que no se muere ni dándole de zapatazos.
¿Por qué hizo Díaz semejante cosa? Algunos dicen que se trata de un rasgo de astucia, para destapar posibles desafectos. Otros, que ya tenía arterioesclerosis y le patinó gacho el Bendix neuronal. ¿Es posible que un lapsus de demencia senil determinara el destino del México contemporáneo? ¿Hasta qué punto es peligroso que gente muy-mayor, con más o menos poder (presente o pasado, virtual o fáctico), tome decisiones importantes, gobierne masas, opine sobre asuntos trascendentes? Si el Vaticano ordena el retiro de obispos y cardenales cuando cumplen los 80, suponiendo que todo por servir (al Señor) se acaba y las facultades no pueden ser las mismas luego de ocho décadas de batallar en este Valle de Lágrimas, ¿no debería seguirse el mismo criterio para otros hombres que antaño u hogaño han tenido cierto poder en sus manos?
El asunto se volvió de palpitante actualidad estos últimos días cuando dos longevos exmandatarios, uno de 74 años y el otro de 82, irrumpieron en las noticias dando puntos de vista que pasaron a ocupar las ocho columnas de los periódicos.
Como es bien sabido, Miguel de la Madrid, uno de los presidentes más grises y opacos de nuestra historia reciente, le descubrió el hilo negro y le dio la receta del agua de limón a la periodista Carmen Aristegui: dijo que Carlos Salinas se había clavado la mitad de la "partida secreta" presidencial, y que sus hermanos eran una banda de rateros y aliados del narcotráfico, todo ello con conocimiento del entonces jefe del Ejecutivo. ¡Oh, sorpresa!
La conmoción sobre lo declarado por De la Madrid no proviene de sus afirmaciones, sino por haber roto una norma tácita del presidencialismo mexicano: que ningún expresidente juzga ni menos condena a su sucesor (hasta hace poco escogido por él vía dedazo, después de todo). Alguien (antes les llamábamos "emisarios del pasado") le fue a leer la cartilla a De la Madrid, dado que en unas cuantas horas se desdijo, aduciendo crípticamente que por sus condiciones de salud no se podía tener por válidas sus declaraciones.
Carlos Salinas, que (contrario a la opinión de quienes lo ven como un Genio del Mal) cada vez que se defiende se pega de balazos en el pie, salió con que De la Madrid ya está gaga, chochea desde hace rato, y por ello es imposible tomar en serio sus dichos. Además, regañó a Aristegui y le dijo cómo debía hacer su trabajo pa'l'otra: enseñándole el Padre Nuestro al Arzobispo.
En esos mismos días, otro anciano llamado Fidel Castro arremetió en contra de su queridísimo pueblo hermano, los mexicanos, a quienes nos ama con fervor entrañable siempre que nos clava un puñal en la espalda. El vejete dictador salió con que el Gobierno de Calderón había ocultado información sobre el brote del mentado virus de la influenza ¡para que Obama no cancelara su visita! Luego, en mensajes subsecuentes, le siguió pegando de patadas al Gobierno mexicano. Entre otras linduras dijo que en México no ha cambiado nada en ocho años, excepto el virus. Una referencia directa a que con los gobiernos del PAN nada más no se puede llevar. Claro que hacer una afirmación como ésa, siendo que Castro y su régimen (igual de apolillado y podrido que él) no han cambiado nada en medio siglo, desborda la definición usual de cinismo. Dumbo hablando de orejas.
¿Por qué tanta inquina por parte del achacoso tiranuelo? ¿Por qué echarle lodo al país que lo defendió y lo legitimó, contra viento y marea, durante décadas? ¿Tan mal lo hemos tratado últimamente para que reaccione como amante despechado?
La verdad es que desde 1994 (sí, desde Zedillo) los últimos presidentes mexicanos han castigado a Fidel con el látigo de su desprecio. Y ello, por una razón muy sencilla: Castro y su régimen son inconsecuentes en el siglo XXI. A nadie le interesa lo que diga o lo que le pase a un tirano decrépito y senil, que se negó a cambiar y al que la historia se llevó entre las patas
Me late que a Castro le ha caído el veinte de que, en el mundo, los únicos que siguen tomando en cuenta (¡y publicando!) sus desvaríos escleróticos son los iluminados miembros de la troglodita izquierda mexicana. Y por reflejo, la prensa nacional. Nadie más lo pela. Por eso se lanza a la yugular de los gobiernos mexicanos: sabe que es aquí el único lugar en que se le toma en serio y sus gimoteos de patriarca otoñal todavía tienen eco. La verdad, lo mejor sería hacer como el resto del mundo: ignorarlo.
Total, que esta semana vimos una danza que le da la razón a los Rolling Stones: "¡Que friega es volverse viejo!" (Mother's little helpers, 1972).
Consejo no pedido para conseguir un recetario de cocteles a base de whiskey y Peptobismol: NO vea "Antes de partir" (Bucket list, 2007) con Jack Nicholson y Morgan Freeman, que tienen de desahuciados lo que yo de pirata malayo.
PD: Más detalles de la entrevista Díaz-Creelman en esta luminosa columna del 27 de abril de 2008.