Por los indicios, quienes deberían alentar la participación ciudadana promueven la abstención.
Más allá de la demagogia, los partidos y la autoridad electoral están decididos a alejar al electorado de las urnas y a fomentar la incompetencia política. Ese despropósito quizá tenga en lo inmediato cierta rentabilidad política para los concursantes pero, a la postre, supondrá un costo para el desarrollo de la democracia, cuya consolidación se ve cada vez más lejos.
Conforme el país se acerca al arranque formal del concurso electoral, más se advierte la incompetencia de los concursantes.
Éstos alientan la idea de que, a las curules, no deben llegar los mejores sino los menos malos. Se empeñan en demostrar no qué tan buenos son sus candidatos, sino qué tan malos son los del contrario. No presentan su calificación, sino la descalificación del otro.
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Uno. Los candidatos plurinominales que manejan las tres principales fuerzas políticas, esto es, los nombres de quienes los partidos consideran que necesariamente deben ocupar una curul reiteran una visión patrimonialista de la política. Una visión que reduce al ciudadano a la condición de votante obligado a elegir no lo que quiere o pretende, sino a escoger de lo que hay.
Esos nombres advierten la incapacidad de los partidos para generar nuevos cuadros. Rostros y apellidos se repiten como si el correr de los años y las nuevas circunstancias no exigieran una nueva generación política. Nada de eso. Burla burlando, los partidos reiteran que los ciudadanos son instrumento de los partidos y no a la inversa.
De ahí que en las listas estén los de siempre con el disfraz que, ahora, les corresponde. La élite política se recicla, no se regenera. Reaparecen los apellidos conocidos en la versión de seniors o juniors, anteponiendo el privilegio sobre el derecho. Qué importa que el hijo de tal o cual político priista tenga o no una trayectoria política, lo que importa es que es el hijo y eso basta para heredarle una representación.
Qué importa que la secretaria de Estado, la delegada o el funcionario panista hayan cumplido o no con la misión encargada o el mandato conferido, lo importante es mantenerse dentro del clan pasando de ésta o aquella otra posición. Qué importa si éste o aquel otro cuadro perredista tiene representación popular, lo que importa es cubrir la cuota de poder y participación ganada por su tribu. Esa idea patrimonialista no repara ni siquiera en la fama pública o el desprestigio de los postulados. Si, a fin de cuentas, van a calentar una curul da igual lo que de ellos piense la ciudadanía. Por eso puede aparecer el ferrocarrilero Víctor Flores como si nada.
La burla de los partidos a la ciudadanía no tiene límite.
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Dos. Como siempre -sin importar las siglas-, al partido en el Gobierno muy poco le importa poner en riesgo asuntos del interés público si de ganar posiciones políticas se trata. Ya después se verá el costo, lo urgente es no perder la oportunidad de conservar o ampliar el poder aunque, en el fondo, no se sepa para qué lo quieren. Como en los tiempos tricolores, en la era albiazul todo entra en juego en temporada electoral. Las prioridades nacionales bien pueden sacrificarse, y mejor todavía si el sacrificio deja ganancias.
El recurso de "la guerra sucia electoral", que tan alto costo le dejó al país apenas hace tres años, se repite como divisa de Acción Nacional que tan sólo gira de objetivo, dirigiendo en esta ocasión sus obuses al Revolucionario Institucional.
Sin verdaderos logros que avalen su presencia en el poder, Acción Nacional repone la política de la descalificación o la eliminación. Así, con la mano en la cintura y una fuerte dosis de cinismo, califica de narcos a los priistas para ganar puntos en la preferencia electoral. El partido los señala como narcos, mientras el Gobierno se hace de la vista gorda frente a tamaña acusación. Si los priistas son narcos según el partido en el poder, ¿por qué su Gobierno no procede a la detención?
Del descontón del arranque de la propaganda negativa, la lideresa del PRI, Beatriz Paredes, todavía no se repone. Pero por el desplegado-réplica del PRI del Estado de México es claro que el priismo no va a quedarse cruzado de brazos. Y de seguir por ese carril la propaganda, el peligro de la polarización corona el concurso electoral.
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A ese cuadro marcado por la incompetencia política se suma la autoridad electoral que lejos de consolidarse está dando muestras constantes de división y de parcialidad en su actuación. La noción de los consejeros-ciudadanos en el Instituto Federal Electoral es ya un mero souvenir. Por la votación que se traduce en la toma de decisiones, cada vez es más evidente que los ciudadanos ahí tampoco están representados, están representados -a veces, sin el menor pudor- los propios partidos e incluso los concesionarios de radio y televisión que, a través de sus respectivos consejeros, ganan o pierden decisiones sin reparar en la vulneración de la autoridad que, como institución de Estado, debería significar el instituto.
Sin el menor recato la autoridad electoral hace valer los acuerdos por encima de los derechos o la ley y, así, sin que ni siquiera el concurso electoral cobre calor, el hervor evapora a la autoridad electoral. Ahora, puede parecer intrascendente ese hecho, pero si el concurso mantiene la ruta que lleva, es claro que la noche del 5 de julio o la madrugada del 6 de julio el país podría verse en problemas.
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Las señales que los partidos y la autoridad electoral están enviando constituyen una burla a la ciudadanía. Son, en cierto modo, una franca invitación -por más que los spots, los jingles y los slogans propongan lo contrario- a no participar en la elección, a abstenerse de legitimar en el Poder Legislativo a una élite política para la que, en el fondo, una ciudadanía comprometida verdaderamente con su condición significa un estorbo, un engorroso trámite a satisfacer para obtener el certificado de su inmovilidad y de su desentendimiento de aquellos que dicen representar.
El voto, visto y entendido así, es un documento que requieren los partidos, pero que se puede obtener sobre el derroche de recursos económicos en programas asistenciales, en recursos mercadotécnicos o en ardides políticos que, de uno u otro modo, atrapan la voluntad no libre sino maniatada del elector.
Es probable, desde luego, que el concurso transcurra y la elección concluya sin registrar sobresaltos mayores a los ya conocidos por el país. El problema puede ahí no estar.
El problema está en que cada vez es mayor la falta de legitimidad de las autoridades y de los representantes que están al frente de las instituciones nacionales y que, por consecuencia, su mandato -aun contando con el certificado de las urnas- carece de más en más del respaldo que el voto debe suponer. Y viendo las decisiones que, en breve, probablemente después de elección, se tendrán que tomar, tener representantes sin representatividad va a constituir un serio problema.
Pueden los partidos quitarle contenido la elección, nomás que las democracias vacías no existen. Son otra cosa. Correo electrónico: