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La diplomacia del brindis

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

La diplomacia del brindis ha entrado en crisis. El presidente Calderón se sentía orgulloso de ella. Era una política exterior de formas cuidadas a la que no fastidiaban las ideas o una visión de futuro. Una restauración de cortesías. En el frente externo la vista también estaba puesta en el pasado: reparar la mala imagen de México, recuperar amistades perdidas, reconciliarse con dictadores del entorno. Antes estábamos peleados con todo el mundo, decía el presidente Calderón.

Ahora le caemos bien a todos, nos invitan a sus reuniones y no tenemos pleito con nadie. La intención era simple y un tanto pueril: contrastar con el Gobierno precedente, reparar relaciones averiadas. El ánimo de diferenciarse de lo inmediato no se equipó de ideas nuevas y por ello cayó en los tópicos del nacionalismo y la retórica latinoamericanista.

El presidente ha reinstaurado la política exterior del PRI, arrancándole su propósito estratégico. Regresar a las formas, aunque se hayan vaciado de sentido. Aquella diplomacia implicaba una lectura del mundo y un entendimiento del vínculo entre la política exterior y el régimen interno. El trato con la revolución cubana, por ejemplo, podría ser criticable desde varios ángulos, pero es indudable que servía a propósitos múltiples. Dentro servía como dispositivo legitimador y herramienta de gobernabilidad, en el ámbito internacional era plataforma de negociación frente a los Estados Unidos. La primera decisión internacional de Felipe Calderón fue refugiarse en la vacuidad del protocolo, en lugar de arriesgar una inserción y lúcida en el mundo. La visita del presidente francés a México ha prestado un servicio: nos ha mostrado que, detrás de la gala diplomática del Gobierno mexicano, no hay voz, ni ideas, ni siquiera voluntad. Hay vajillas, manteles y cristales: una diplomacia del brindis.

En la hora que vivimos, la ausencia de una política exterior imaginativa es particularmente grave. No lo digo simplemente por la visita del presidente francés que mostró con crudeza la ausencia de ideas claras sobre el mundo en México y sobre México afuera.

Lo digo porque en el flanco externo se escribe un capítulo importante de la batalla por México. Si la campaña por la paz tiene una batalla policiaca y una legislativa; si tiene una dimensión militar y otra financiera, también tiene una muy importante batalla diplomática que librar. Evidentemente, esta misión no puede ser anexo de la diplomacia del protocolo. Requiere imaginación y, sobre todo, iniciativa. La política de la cortesía es insuficiente. Lo es también la política reactiva del instinto antiyanqui.

Llama la atención la torpe vehemencia del Gobierno calderonista ante la (legítima) preocupación en los Estados Unidos por la crisis mexicana. La inseguridad en México se desborda y traspasa las fronteras del país. Los medios registran la violencia. Algunos espacios, naturalmente, sacan las cosas de proporción y usan etiquetas equivocadas (como aquélla del Estado Fallido). Otros medios hacen la crónica de lo que se ha vuelto paisaje natural para nosotros: ejecuciones cotidianas, intimidaciones exitosas, corrupción rampante, penetración del Estado por el crimen.

Distintos actores políticos se asoman con preocupación a lo que pasa al sur. Agencias gubernamentales activan un abanico de alarmas. El Gobierno mexicano ha caído en la respuesta manida de negar lo evidente y minimizar la profundidad de una crisis que el propio Gobierno se ha empeñado en encarar. Ha sido el presidente de México quien se ha dedicado a nombrar la gravedad de nuestro desafío. La violencia no es anécdota local, dijo desde el arranque de su Presidencia: es una amenaza a la seguridad de la nación entera y a la viabilidad del país. Eso ha dicho en múltiples foros. Ahora su canciller minimiza los problemas y dice que apenas se trata de dificultades en un par de estados de la república. El presidente, el procurador y el secretario de Seguridad Pública han insistido en que el propósito de su política es recuperar el control territorial del Estado mexicano.

Pero ahora que funcionarios del Gobierno norteamericano dicen que en México hay cuencas sustraídas del control estatal, el presidente reacciona fogosamente para negar que haya milímetros sustraídos a su autoridad. Reactivando los tópicos del victimismo, afirma un control que no se apiada de los hechos, responsabilizando al vecino de nuestros problemas.

El presidente Calderón tropieza con el viejo discurso de la "campaña contra México" al percatarse del sitio de México en la opinión política de los Estados Unidos. El presidente se equivoca en el diagnóstico y, peor aún, en la estrategia. México no tiene un simple problema de imagen. No padece una conjura de enemigos. Su problema interno es real, profundo y complejo.

La oleada de preocupaciones, denuncias y crónicas de nuestra crisis representan un reto formidable para la diplomacia mexicana. En el fondo, significan una oportunidad. Lejos de negar lo evidente, nos corresponde enmarcar con realismo la amenaza para plantear una iniciativa ambiciosa que comprometa a los Estados Unidos.

Los desplantes presidenciales de nada sirven. Recibirán quizá el aplauso del auditorio, pero no servirán para mucho más. Urge una visión para implicar al vecino en una lucha que no puede ser solamente nuestra.

La diplomacia del brindis no puede ser remplazada por la diplomacia del lamento nacionalista. Es urgente una diplomacia lúcida y audaz que comprometa al vecino en la solución de un problema común. Que los Estados Unidos se preocupen por nuestra violencia podría ser, desde esa perspectiva, una señal alentadora. Lo sería, si hubiera aplomo y lucidez en nuestra política exterior.

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