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La felicidad como meta

JULIO FAESLER

México, al igual que prácticamente todos los países, se encuentra en el predicamento de afrontar la profunda brecha que existe entre las clases privilegiadas y las más pobres. El contraste que existe entre los que todo lo tienen y los que apenas pueden sobrevivir en ínfima miseria no es en sí nuevo. A lo largo de los siglos esta diferencia siempre ha existido.

Hoy día esta situación es aún más repugnante porque su realidad resiste todas las teorías y la puesta en práctica de los programas de desarrollo que los técnicos económicos más esclarecidos han podido idear y que los gobiernos se han esforzado en poner en marcha.

El drama de la pobreza se acrecienta en los números. A principios del Siglo XX la población de mundo alcanzaba 1,800 millones de habitantes. Un siglo después, la población mundial ya era 6.7 mil millones. México, a su vez, creció de los 13.6 millones que éramos en 1900 a 111 millones, casi diez veces más. En términos porcentuales puede afirmarse que la pobreza ha decrecido pero no en números absolutos. La décima parte inferior de la población sólo recibe el 1.1% de los ingresos mientras que la décima superior recibe el 40%.

Es pues debatible que los métodos de producción que usamos, la libertad de intercambio, junto con los avances que se han obtenido en muchas regiones del mundo tras de las heroicas luchas de liberación de las tiranías o de gobiernos autocráticos, hayan realmente servido para conquistar el nivel de bienestar general que nos proponemos.

Los índices de "desarrollo humano" del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), comparan el grado de avance que diversos países han alcanzado en cuanto a factores que determinan los niveles de vida como son alfabetismo, salud, seguridad, garantías individuales, acceso y confiabilidad de los servicios públicos y a la justicia y sistema político y electoral. Pueden observarse variaciones anuales en el caso de cada país. También se han confeccionado índices de satisfacción que revelan si los encuestados se sienten satisfechos en términos de sus necesidades económicas, sociales o culturales.

Estas encuestas intentan evaluar factores no estrictamente macroeconómicos sino de calidad de vida. En este sentido, los países más ricos pueden proporcionar a sus habitantes estados superiores a los que existen en el resto del mundo.

Los índices anteriores no acaban de responder, sin embargo, a la pregunta de si una población en términos generales vive en condiciones de poder realizar sus propias metas personales, familiares y de grupo. Los términos, no por ser imprecisos, dejan de ser de necesario interés si es que se tiene como meta el que una población esté tranquila y convencida de que sus condiciones son buenas y que pueden mejorar. En este punto, los gobiernos tienen cierta capacidad de influir en la percepción que el individuo tenga sobre si puede controlar sus circunstancias para mejorar o ascender su nivel y calidad de vida diaria.

Hasta aquí lo que se ha venido midiendo. El índice de la felicidad, por otra parte, es un concepto que viene ganando terreno en los últimos años para dar sentido más cabal a los empeños públicos para justificar la eficacia de sus programas de desarrollo socioeconómico y cultural y cómo influyen las variables económicas sobre el bienestar mental de las personas, para ensayar políticas que procuren la felicidad de la población.

El presidente Sarkozy de Francia, basado en las recomendaciones de un comité coordinado por los Premios Nobel Amartya Sen y José Stiglitz, ha planteado la necesidad de apartarse del mero Producto Interno Bruto, PIB, para evaluar el grado de felicidad y verdadero desarrollo de la comunidad nacional. En opinión del comité, la obsesión por la "religión del PIB" ha sido exagerada e ignora elementos más importantes que escapan al "mercado". No es cierto que el éxito descrito en los datos del PIB signifique éxito para la sociedad de los programas económicos.

El concepto no es enteramente nuevo. Desde 1776 la Declaración de Independencia de los Estados Unidos definió como "inalienables" los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. En 1972 el Rey Jigme Singhye Wangchuk, de Bhutan, anunció como objetivo oficial alcanzar la felicidad nacional neta, lo que fue un llamado de atención a los gobiernos y a los economistas para redefinir sus metas más de conformidad con la felicidad, que en último término es la única finalidad de todo Estado.

Las consideraciones anteriores parecen poco oportunas en México justo cuando nuestras preocupaciones inmediatas se centran en vencer la pobreza que aqueja, según algunos indicadores, a más del 40% de la población. La aguda discusión que en estos momentos se libra en el Congreso para precisar los montos del presupuesto de ingresos y los gastos de la Federación lo demuestra.

El actual combate parlamentario entre posiciones e intereses políticos se expresa en propuestas fiscales para determinar los porcentajes de impuestos, el monto de las asignaciones y el grado en que se alejan del clásico equilibrio presupuestal que exigen los ortodoxos. Todo ello aboca en partidas específicas destinadas a los gastos sociales "programados" para educación, salud, capacitación u otras infraestructuras, al lado de los apoyos que induzcan a las empresas a crear el más de millón de empleos anuales que el país requiere.

Pero los trabajos en el Congreso deben tener en mente como norma, por mucho que las adversas circunstancias económicas parezcan impedirlo, que la meta última que debe normar las políticas de todo Gobierno justo, es el grado de felicidad y dignidad que puedan propiciar a sus habitantes. La felicidad individual no sólo depende de una búsqueda privada, sino tiene que ver con un esfuerzo social y político concertado y altamente participativo.

La tarea tiene que emprenderse desde la base comunitaria local para ascender progresivamente hasta la escala nacional. Es ésta la interminable labor compartida entre individuos, grupos y autoridades a todo nivel.

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