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La guerra como costumbre

RENÉ DELGADO

La oportunidad de presentar el combate al crimen organizado como la gran obra de la administración está por diluirse.

A casi tres años de lanzar la ofensiva militar-policial contra los narcotraficantes, la campaña calderonista no perfila los frutos prometidos y sí proyecta dos peligros: perder la legitimidad de la causa emprendida e insertar al país en la industria que toda guerra genera, haciendo de la violencia una costumbre.

Ante esa circunstancia, el presidente Calderón tiene pocas opciones: modificar la estrategia o, mejor dicho, adoptar una estrategia; instrumentar alguna otra política que sustancie su administración como gobierno; o, bien, sentarse a mirar cómo crece el río de calamidades donde navega.

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Toda acción que pretende reivindicar la soberanía de un Estado sobre su territorio, sus derechos o bienestar, entusiasma a los nacionales.

La gente, la nación se pone detrás de aquel que toma la bandera y encabeza la lucha. Pero si al paso del tiempo esa bandera no ondea plena y fulgurante y, por el contrario, comienza a verse hecha girones, la nación, los nacionales normalmente retiran su apoyo y su confianza al abanderado. Sienten ser víctimas de un engaño frente a un caro valor o anhelo.

No hay novedad en esto. Un ejemplo. Cuando el general Leopoldo Galtieri, asediado por los problemas que su dictadura encaraba en Argentina, optó por reivindicar la soberanía sobre las Islas Malvinas, tomando el archipiélago, provocó un entusiasmo nacional nunca antes visto por su dictadura.

El espíritu bélico desatado por la ocupación del archipiélago, inflamaba el pecho de los argentinos. Sólo el Premio Nobel de la paz Adolfo Pérez Esquivel y sus seguidores, así como las madres de la Plaza de Mayo, mantuvieron la vertical sin confundirse con el ardid montado por los militares para legitimarse en el poder.

Todo iba viento en popa para la dictadura hasta que, a ritmo de marcha, llegó la flota británica a las islas. Los supuestos actos de heroicidad en defensa de la soberanía resultaron ser fantasía: los militares argentinos, entre ellos Alfredo Astiz, el tristemente célebre torturador y capitán de fragata destacado en la defensa de las Islas Georgias del Sur, rindieron la plaza sin ofrecer resistencia.

La moral nacional comenzó a aflojarse y, luego, cuando de las islas comenzaron a llegar los cuerpos yertos de los conscriptos, la colimba que puso la vida, el apoyo nacional se convirtió en vituperio. Cayó la dictadura.

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Sin pretender hacer un paralelismo con lo que está ocurriendo en la guerra calderonista contra el narcotráfico, los más de ¡11 mil muertos! acumulados en el sexenio y la falta de indicios claros de que la victoria está próxima, y del lado del Estado, advierten la urgencia de replantear esa guerra. Conviene hacerlo antes de que el apoyo nacional a ella se diluya, se convierta en vituperio o entre, como muchas otras cuestiones, en crisis.

Esa guerra comienza a ser ajena a la nación. Por una sencilla razón. Los actos criminales que en verdad afectan la integridad, el patrimonio, la seguridad y el bienestar de la sociedad no cesan y, peor aún, el combate al narcotráfico ha provocado un absurdo. Esas mafias han diversificado su quehacer criminal. Ahora, además producir, traficar y vender droga: secuestran, roban, extorsionan... y emprenden campañas de propaganda, frente a las cuales la administración no muestra inteligencia.

Eso no es todo. La falta de una estrategia y la ausencia de información sistemática y puntual del estado que guarda esa guerra hace pensar, por momentos, en dos cuestiones delicadas: el objetivo principal consistía no en combatir al crimen, sino en legitimar al presidente de la República a partir de una causa incuestionable, y, peor aún, la lucha respondía y responde no al reclamo nacional como a una demanda extranjera, léase estadounidense.

Así, si la administración no replantea la estrategia, esa guerra será "su" guerra y, por consecuencia, perderá legitimidad, valor y apoyo nacional.

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El otro peligro es convertir esa guerra en una industria a la cual las fuerzas del Estado evitarán renunciar cuando se pueda.

Cuando una guerra se trastoca en costumbre y rutina es muy difícil frenar su inercia. Otro ejemplo. Cuando durante la guerra civil en El Salvador se abrieron oportunidades para sentar a la mesa a las partes en conflicto, a la chita callando la guerrilla y los militares eludían la posibilidad de la paz. La razón era sencilla. Sin guerra, la guerrilla perdía la atención de la prensa internacional, los organismos multilaterales, las potencias, las organizaciones no gubernamentales extranjeras y, desde luego, se adelgazaban los fondos que recibía. Sin guerra, los coroneles no recibían la atención ni la asistencia que les prestaba Estados Unidos, no renovaban sus pertrechos y equipo, no mejoraban sus sueldos y sí, en cambio, perdían el natural campo de práctica bélica. La guerra resultaba, entonces, rentable e imprescindible. Una industria, una costumbre a la cual no había por qué renunciar.

Sin pretender hacer un paralelismo con la guerra calderonista, es obvio que de seguir por donde va llegará a un punto donde las Fuerzas Armadas del Estado, policiales y militares, verán que el conflicto no es del todo negativo. Será la vía para ser cada vez más equipados, mejor remunerados y tomados en cuenta. El conflicto será imprescindible y, por absurdo que parezca, será menester mantener vivo al enemigo, en este caso el crimen, para asegurar la condición y la atención que ahora reciben esas fuerzas.

Sin un golpe de timón en la estrategia, la administración calderonista podría convertir el combate al crimen en una industria y en una rutina. La violencia será costumbre.

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A fuerza de ejecuciones y violencia se ha borrado la noción del significado de una pila de 11 mil muertos. Y, a fuerza de no ver otras acciones o políticas públicas que perfilen a la administración como gobierno, la guerra se aproxima a un estadio peligroso. Aquel donde se transforma en una causa sin sentido para la nación y en una actividad que, por los naturales intereses que genera, adquiere el carácter de una industria maligna imposible de cerrar.

El presidente de la República ingresa a la etapa final de su mandato con una decisión importante por tomar. Redefinir la estrategia frente al crimen y desplegar con la misma intensidad alguna otra iniciativa que perfile su administración como gobierno. Eludir esa decisión es echarse en brazos de las Fuerzas Armadas, perdiendo de más en más el apoyo de la nación.

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