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La ilusión presidencial

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

El sistema presidencial es una trampa para ilusos. Despliega en sus normas un abultado aparato de permisos, facultades, poderes, pero produce un enjambre de impedimentos. El lienzo constitucional pinta la imagen de un monarca republicano: representación del Estado, cabeza del Gobierno, jefe del Ejército, aventajado legislador, cúspide de la Administración pública. Es símbolo de solemnidad estatal y de motricidad gubernativa. Sus títulos son incomparables: es electo por toda la ciudadanía, representa al Estado, su poder es indiviso, decide la composición de su Gabinete, tiene un periodo fijo de Gobierno y se encuentra en tranquilo resguardo frente a las agresiones de sus antagonistas. Tras su elección, el presidente ejerce un poder autónomo y bien guarecido. Resulta casi imposible deponer constitucionalmente a un presidente. Lo dicho: la institución presidencial ha sido vertida del molde monárquico.

Valdría recordar que el rasgo básico del sistema presidencial no es la prominencia del Ejecutivo sino la separación de las instituciones políticas. El sistema presidencial no es el régimen del presidente sino un arreglo que constituye dos poderes legitimados democráticamente que son mutuamente independientes. Congreso y Ejecutivo nacen del voto y expresan la voluntad democrática. El artefacto es extraordinariamente complejo y requiere, para volverse funcional, de un diseño sensato y una conducción juiciosa. En todo caso, es importante distinguir la apariencia del poder. En otras palabras: la debilidad presidencial se disfraza como poder. Aferrarse a la ilusión del poder presidencial es renunciar a la tarea de fortalecer la presidencia.

La pintura de la potencia presidencial no es más que un señuelo. El sistema presidencial arregla las instituciones de tal modo que el Ejecutivo requiere de la colaboración del Legislativo. No hay reforma importante en el país que no pase por ese acuerdo entre instituciones. Para que la envoltura de las facultades presidenciales se convierta en eficacia es indispensable el diálogo fructífero con un poder independiente: el Congreso. Eso se sabe desde hace tiempo: ganar la presidencia es ocupar una oficina pero no es ganar el poder. Ganar la presidencia es hacerse de una institución fundamental pero no es conquistar la capacidad para gobernar. Pero la humana disposición al autoengaño atrapa en primer lugar a los presidentes que siguen consolándose con la imagen de su poder y los amuletos de su reputación para no frustrarse con las múltiples evidencias de su ineficacia. Pensemos en el caso del Gabinete presidencial. Se puede pensar que la libertad del presidente para decidir la conformación de su equipo consolida su autonomía y lo fortifica. El presidente no necesita recibir el respaldo de nadie para nombrar a sus secretarios. Por su parte, los miembros del Gabinete, sólo requieren conservar el apoyo de su jefe para permanecer en sus puestos. La opinión que el Congreso tenga de un colaborador del presidente puede tenerlo, justificadamente, “sin cuidado.”

Se insiste que ese rasgo clásico del sistema presidencial es una de las fortalezas institucionales del presidente. El Ejecutivo, al tener total libertad para nombrar y remover a su equipo de colaboradores, arraiga su autonomía y se resguarda de posibles imposiciones o chantajes. Al ser capaz de integrar un grupo coherente, lograría coordinación interna y concentraría el poder del Ejecutivo. Esa es la expectativa pero vale preguntar si, en efecto, esta libertad se traduce en fuerza para conducir la agenda presidencial. Vale preguntar igualmente si la aplicación de ese principio ha fortalecido al Ejecutivo. Sospecho que no. El arreglo imperante, lejos de fincar el poder del presidente, alimenta la ilusión de su poder y puede, incluso, contribuir a su debilitamiento. Mientras el presidente no requiera consultar con nadie la formación de su equipo se verá tentado a conformar un Gabinete de aislamiento. En lugar de que el Gabinete ayude a proyectar una política, la acordona y la retrae. El presidente crea así un círculo que lo aísla de la complejidad política de su partido primero y de la pluralidad en el Congreso, después. La presidencia se recluye así en una consoladora burbuja de impotencia. El despropósito es efecto del autoengaño. Lejos de fortalecerse a través de la corpulencia de su Gabinete, asienta ahí su debilidad inicial. En lugar de integrar un equipo para el acoplamiento con el Poder Legislativo, el Gabinete sirve apenas como refugio.

¿Sería más débil un presidente forzado a negociar con el Congreso los asientos de su Gabinete? ¿Sería más frágil un Gobierno nacido de un pacto parlamentario? No lo creo. En la medida en que se institucionalicen los mecanismos de colaboración, los gabinetes podrán ser plataforma para el acuerdo político y no solamente claustro de la soledad presidencial.

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