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La lección de Obama

Javier Garza Ramos

Era el segundo día de la convención del Partido Demócrata en Boston, en julio de 2004 y en la sala de prensa de repente notamos la presencia de un desconocido. Seguramente no era reportero, pues iba impecablemente vestido. Se acercó a las mesas donde una docena de periodistas tecleábamos alguna nota y se presentó como el senador estatal de Illinois, Barack Obama. ¿Quién?

Nos dijo que iba a dar el discurso central de la convención ese día, algo que ya sabíamos, pero que habíamos desestimado pues no se trataba de uno de las luminarias del partido, no era un Al Gore o un Bill Clinton, ni John Kerry, quien sería ungido candidato en esa ocasión. Nos dijo que quería entregarnos una copia adelantada de su discurso y preguntar cómo la prensa extranjera veía la convención, uno de los rituales clave de la democracia estadounidense.

El nombre de Obama ya sonaba como el de un joven político de Illinois. Había sorprendido su selección para dar uno de los discursos más importantes de la convención. En ese momento competía por un escaño en el Senado, aunque en esos días estaba abajo en las encuestas y su rival todavía no se autodestruía en un escándalo sexual que permitió a Obama caminar tranquilo a la victoria. Junto a su nombre sonaba su historia, la de un hijo de inmigrante kenyano y madre blanca con una formación multicultural.

Pero aún era un desconocido con nombre exótico. Horas después lo encontramos en uno de los pasillos del auditorio y un reportero comentó: “Mira, ahí va Osama”. Le hicimos una breve entrevista, aunque hasta donde recuerdo apenas si un párrafo entró en la crónica del día.

Si algunos decían que Obama llegaría a ser presidente, seguramente nadie en esos días de julio de 2004 pensaba que sería antes de cinco años. (Desde hace meses me doy de topes en la cabeza por no haberme tomado una foto con él.)

A primera vista, la llegada de Obama a la Casa Blanca dice mucho sobre sus cualidades políticas e intelectuales y sobre el desarrollo democrático de Estados Unidos. Pero en el fondo dice más sobre el momento de la historia en que se encuentra no sólo Estados Unidos sino buena parte del mundo.

La llegada del hijo de un inmigrante, de raza afroamericana, a la Presidencia de Estados Unidos es, obvio, un hecho trascendente. Que Obama se haya parado afuera de un Capitolio construido por esclavos y haya jurado defender una Constitución que, en su texto original, valuaba a los miembros de su raza como “tres quintas partes de un hombre”, da testimonio de los cambios que mueven la historia.

Pero la asunción de Obama, su poder de convocatoria y su discurso basado en la esperanza, es mucho más que eso. Se trata del fin, o al menos el principio del fin, de las batallas ideológicas de la segunda mitad del siglo 20 que se derramaron al inicio del 21. Aunque tiene una agenda que se puede considerar liberal, Obama viene de un diálogo intelectual que busca terminar con la rigidez de las ideas. Ha reclutado a antiguos rivales y a miembros del partido opuesto al suyo porque tendrían ideas que pueden sacar a Estados Unidos de la profunda crisis en que se encuentra y ha demostrado tener una mente aguda, una retórica elocuente y una actitud tranquila frente a las tormentas de la política.

La guerra ideológica marcó a la generación del “Baby Boom” en Estados Unidos, los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial que pasaron sus años formativos en los movimientos estudiantiles de los sesenta y la polémica por la Guerra de Vietnam, que cristalizó en ellos visiones rígidas del mundo. Pero a diferencia de la generación que participó en la Segunda Guerra, que aportó a Estados Unidos siete presidentes, la generación de sus hijos, los “baby-boomers”, sólo aportó dos: Bill Clinton y George W. Bush, y probablemente no darán otro después de Obama, el primer presidente de Estados Unidos nacido en los sesenta.

Puesto de otro modo: los “baby-boomers” fastidiaron de tal forma a su país enfrentando viejas ideologías –moviendo como péndulos temas como el papel del Estado en la economía y la vida privada o el conflicto entre guerra y diplomacia— que hizo falta que una persona más joven y cansada de discusiones arcaicas fuera electa a poner algo de orden, tomando lo mejor de cada doctrina para adaptarla a un mundo cambiado por la tecnología, la migración, la educación y la emergencia de nuevas potencias económicas.

Es válida la pregunta de si Obama hubiera sido electo si su país no hubiera estado en la profunda crisis en que se encuentra. Pero es un ejercicio académico porque el otro resultado nunca lo sabremos. Estados Unidos, ampliamente detestado en el mundo en los últimos ocho años por las ambiciones de Bush, mostró una capacidad de reinventarse que debe ser envidiada por otros países.

Porque lo sucedido ayer tiene fuertes lecciones para el resto del mundo. Porque el mundo occidental toma muchas de sus pautas políticas, económicas y culturales de Estados Unidos, la asunción de Obama, descrito como un político pragmático que no toma la política como algo personal, representa también un reto a gobernantes y ciudadanos en el resto del planeta.

El reto es para deshacernos de prejuicios, dejar a un lado las acartonadas discusiones ideológicas del siglo pasado y asumir que la mejor arma para enfrentar un mundo cambiante es una mente curiosa, pragmática y flexible.

En su discurso de ayer difícilmente hubiera emulado los discursos de posesión de Lincoln (“con malicia para nadie, con caridad para todos”) o Roosevelt (“nada qué temer excepto el temor mismo”) o Kennedy (“no preguntes qué puede hacer tu país…”), pero Obama puso en relieve una situación incómoda para cualquier sociedad en el cambiante mundo contemporáneo.

Lo hizo notar cuando advirtió que “la hora de proteger intereses estrechos ha pasado” y opinó que “los cínicos no entienden que el suelo se ha movido y que los rancios argumentos políticos que nos han consumido por tanto tiempo ya no aplican”. Hablaba de su país, pero el mensaje resuena en cualquier lado.

Obama ya telegrafiaba esto desde aquella tarde de julio de 2004 cuando subió al estrado en el Fleet Center de Boston y habló de una herencia birracial, una familia dividida, una educación multicultural en Estados Unidos e Indonesia, la formación de su propia familia y una incipiente carrera política no en las contiendas electorales de altos vuelos sino en el trabajo comunitario donde habría de aprender que las ideologías no sirven de mucho si no le dan a la gente empleo, alimento y vivienda.

Ese discurso fue impresionante. Quien lo pronunciaba era un desconocido, pero a partir de ahí se volvió un fenómeno, montado en una ola que creció incontenible gracias a la combinación de tecnología y retórica que pocos políticos en el mundo han logrado antes. Fue la entrada de Barack Obama en la historia.

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