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La paradoja electoral

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

De paradojas está repleta la jornada electoral y, en su conjunto, cifran un mensaje importante que al parecer resisten leer los partidos.

Paradójico que un sector ciudadano vaya a elegir si elige. Paradójico que otro sector ciudadano vaya a elegir no al mejor candidato sino al menos peor. Paradójico que quien sustanció la campaña fueron los ciudadanos y no los partidos. Paradójico que el concurso lo arbitre un Tribunal incapaz de dar certeza jurídica. Paradójico que, por mucho que cambie el color de las curules, la correlación de fuerzas en San Lázaro será prácticamente la misma. Paradójico que estando en medio de una crisis económica y criminal sin par, éstas no aparezcan en el debate. Y la mayor paradoja: de nuevo, como tantas otras veces, se quiere reformar el régimen electoral y no el régimen político.

Ese conjunto de paradojas advierte un peligro: si los partidos no leen ese mensaje, no hay por qué descartar el desbordamiento de un malestar social o ciudadano acumulado.

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Pueden todavía algunos actores y agentes electorales desgarrarse las vestiduras frente a los anulistas, reprochándoles que atentan contra una estructura electoral que costó años construir. Pueden hacerlo, pero no pueden eludir que a esta campaña sólo la animó el debate sobre el sentido del voto. Los partidos nomás no pudieron fijar la agenda, la agenda la fijó la ciudadanía y la adversa circunstancia nacional.

Tantos años se tomó cuidar el continente del proceso electoral que se descuidó el contenido. En medio de reformas y contrarreformas electorales para normar el concurso, muy poca atención se puso sobre el contenido y el sentido de las elecciones. Eso llevó a un absurdo varias veces citado aquí: cuando por fin se pudo elegir, ya no hubo de dónde escoger.

Los partidos se igualaron, privilegiaron la ambición del poder sobre el sentido del poder y, entonces, montados en el uso y abuso de la mercadotecnia armada sobre el machacamiento de la reflexión en favor de la emoción, se desentendieron de la formulación de propuestas y la asunción de compromisos. No importó ya qué decían los spots, sino cuánto impactaban a la ciudadanía; no importó el contenido, sino el continente, hasta que, al final y a pesar del afán de diferenciarse, los partidos se parecieron cada vez más entre sí.

Poner, entonces, sobre la mesa de debate si tenía sentido elegir entre opciones semejantes, escandalizó a los guardaespaldas de la idea de reducir la democracia a la elección y de confundir el ejercicio del poder con la frustración de no poder.

Desde esa perspectiva hay que agradecer a los anulistas la puesta en marcha de su movimiento, el propósito de debatir si tiene sentido elegir cuando no hay opciones. Un movimiento que, por lo demás, mañana -al cierre de las casillas- perderá su sentido y, si quiere trascender, deberá transformarse o desaparecer. Como movimiento, el anulismo habrá dado lo que podía dar.

El punto más interesante de su esfuerzo es que todavía privilegió la urna como lugar de expresión ciudadana, esto es, dejó sentir el deseo de mantener en el carril de la civilidad, la institucionalidad y la legalidad un malestar que, de no ser atendido por los partidos, desesperado podría abandonar ese carril para adoptar formas de expresión peligrosas para cualquier democracia.

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Otra curiosidad de la elección de mañana es que estrenó una nueva legislación que, por lo visto, no ha sido ponderada ni apreciada en su justa dimensión.

La campaña electoral fue más corta, menos costosa y más intensa en el uso de medios y recursos electrónicos tradicionales y novedosos. Lamentablemente, los partidos no supieron ajustarse a la nueva legislación y, entonces, fue tan pobre su planteamiento que causó la impresión de protagonizar una campaña más larga, más costosa y más extensa en el uso de aquellos medios y recursos. Pero como la nueva legislación tocó la fibra sensible que los grandes concesionarios tienen en su bolsillo, toda la novedad legislativa se redujo a un solo aspecto: la imposibilidad de abrir el mercado de compra-venta de spots.

Esa distorsión fue de tal magnitud que un negocio se disfrazó de un derecho fundamental: la libertad de expresión. Y, en esa circunstancia, nada improbable es que, luego de la elección, venga una contrarreforma electoral que de seguro será presentada como una trascendente reforma del poder. Por eso, hace una semana, se advertía el peligro de que a la ciudadanía le quieran dar gato y a los concesionarios liebre.

Si otra vez la próxima legislatura se consume en el rediseño del régimen electoral, sin entrarle al régimen político, la nación habrá perdido un tiempo precioso para salir del desencuentro político y el empantamiento económico. De salir, oh paradoja, de la anulación del desarrollo.

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En esta campaña y, si se quiere, sin la fuerza y la organización necesarias, una porción ciudadana resolvió correr un riesgo: repudiar la idea de reducir su condición a la de simple elector y resistir su expulsión de la política como si ésta fuera patrimonio exclusivo de los partidos. Ese riesgo, como todo riesgo, reconocía la posibilidad de la pérdida, pero también de la ganancia.

En el contraste, en esta campaña y, si se quiere, con la soberbia y la organización necesarias, los partidos resolvieron correr un peligro: repudiar la idea de reconocer al elector como ciudadano y resistir la democratización de la política como un instrumento fundamentalmente ciudadano. Los partidos ya no se conciben como instrumento de la ciudadanía, conciben a la ciudadanía como un instrumento de ellos. Ese peligro, como todo peligro, no incluye la ganancia como una posibilidad. Un peligro siempre supone una pérdida.

La pérdida en este caso es que, a su pesar, los partidos no tienen la fuerza suficiente para dominar la política y cada vez, igual que el Gobierno, se ven más atenazados por los grupos de interés que ven al país como un botín. Un botín que, en el mejor de los casos, le deben asegurar los piratas o mercenarios de la política.

Ahí es donde está el peligro. Si los partidos desatienden a la ciudadanía y dejan de respaldar su acción en ella, permanecerán en brazos de esos grupos de interés que, a fin de cuentas, les darán trato de empleados con fuero o banda tricolor terciada al pecho, pero empleados a fin de cuentas.

Si los partidos no descifran el mensaje ciudadano de esta elección, podrán vanagloriarse de ser el sostén de una democracia vacía.

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