LA PATRIA INDEPENDIENTE
No obstante el cansancio aparente del país, a pesar de la conducta humana y política del virrey de Apodaca, la idea de la Independencia se había generalizado aún más. En la masa del pueblo, era un instinto; en los hombres de cultura era ya un derecho, y por consecuencia, un deber sostener la nacionalidad de su patria. Fue así como entre los muros del templo de la Profesa, en la capital del Virreinato, se fraguó un plan para independizar a México guardándolo como monarquía leal a Fernando VII. Necesitaban un militar de prestigio para encabezar el movimiento y pensaron en un hombre: Don Agustín de Iturbide. Los planes de Independencia eran ya antiguos en él: como la mayoría de los criollos, estaba de acuerdo en alcanzarla desde que era coronel realista. Incluso Hidalgo, que era su pariente y sabedor de su valía, le ofreció muy joven la banda de teniente general, misma que rehusó por no estar de acuerdo en la falta de planes y en los métodos de los primeros insurgentes a quienes combatió. La desolación, la guerra racial, los asesinatos y el pillaje fueron los únicos resultados visibles de la primera insurrección que lejos de independizarnos terminó en tragedia. Esto explica el porqué una gran cantidad de partidarios de la independencia le retiraron su apoyo y prefirieron apoyar al virrey ante el peligro que suponía para sus vidas, su honor y sus propiedades el paso de una multitud sin cabeza. Sin embargo, sería en el heroico asalto al fuerte del Cóporo en 1814 que Iturbide le confiaría al general Vicente Filisola su idea de lograr la Independencia sin derramamiento de sangre, uniendo bajo un mismo pabellón a realistas e insurgentes.
La personalidad de Iturbide como militar invicto en las luchas contra la anarquía y el bandolerismo, proporcionaba no sólo la garantía de una emancipación coronada por el triunfo sino también una independencia consumada en el orden y en el respeto a la vida y las posesiones de todos los mexicanos “por el honor que sabía imprimir en todos y cada uno de sus actos”, según refirió el mismo Vicente Guerrero como motivo por el cual se sujetó a su mando y le reconoció como Jefe, Libertador y después como Primer Emperador Constitucional. El mismo Abad y Queipo, visionario como siempre, predecía al virrey Calleja años antes de 1821 que el único hombre capaz de hacer la Independencia de México era Iturbide: “no extrañe que con el tiempo él realice la libertad de su patria”.
Iturbide acudió a la reunión de la Profesa, pero sólo para convencerse de que la reacción anticonstitucional provocaría una nueva y más sangrienta guerra civil entre sus paisanos. La conspiración pronto abortaría, pero Iturbide tomó su nuevo mando como General de los Ejércitos del Sur con un plan propio para independizar a México de España: El Plan de Iguala.
El mérito del genio iturbidista consistió en saber amalgamar los clamores de la Patria sin espíritu sectario o de facción en un plan moderno, realizable, conciliador y pacífico para todos; fundamentado en las siguientes ideas: La Independencia absoluta de España, el establecimiento de un nuevo imperio soberano, la vigencia de un orden constitucional moderno propio y peculiar que estableciera límites al poder y que garantizara los derechos del hombre, la protección de la Religión Católica junto a los derechos de la Iglesia, la unión de todos los habitantes del nuevo imperio y la más absoluta igualdad jurídica entre sus habitantes, sin importar su origen étnico, económico o social: criollos, españoles, mestizos, indios, castas, negros y asiáticos.
Lo más notable de este plan era su significado político, debido a que lejos de apartarse o rechazar la senda constitucional, exigía una Constitución propia: una constitución mexicana. Por si esto fuera poco, diseñó por sí mismo un proyecto políticamente viable y admirable que conjugaba todas las voluntades y respondía a la aspiración general de paz, con una visión ideológica que admiraba por igual a polemistas e intelectuales mexicanos y extranjeros de su tiempo, como el mismo Simón Bolívar quien le admiraba y exclamó más de una vez: “Dos genios ha dado la historia del mundo moderno: Bonaparte en Europa e Iturbide en América”.
El Libertador de México desplegó una hábil campaña diplomática y epistolar que en seis meses, y sin derramamiento de sangre, obtuvo lo que no habían realizado diez años de guerra civil y desastrosa. El Plan de Iguala estaba tan bien elaborado que logró la adhesión prácticamente de todos los mandos y tropas realistas e insurgentes con los que Iturbide, que aceptó el título de Primer Jefe, formó el Ejército Imperial de las Tres Garantías, naciendo así el Ejército Mexicano.
Mientras tanto, Iturbide se puso en contacto con el alto clero y el 21 de febrero de 1821 trató de obtener el apoyo del obispo Cabañas de Guadalajara garantizándole su protección para la religión católica, atacada por los excesos jacobinos de las Cortes. En este caso fue de vital importancia para él el tratar de inculcar en los obispos la cercanía del peligro ante la posibilidad de un nuevo connato de violencia civil además de la certeza de no poder contar ya con el gobierno español en lo que a la defensa de la religión se refiere. Iturbide intentó convencerlos de que la Independencia les daba más garantías, pues tenía toda la intención de conservar las tradiciones y prácticas hispánicas junto con la Unión de todos los habitantes de este suelo. A este respecto, y como bien mencionara Brian Hamnett: “[Iturbide] era el heredero del manto de Hidalgo, de Matamoros y de Cos, quienes constantemente alegaron que los peninsulares eran heterodoxos en asuntos de religión y que el verdadero sentimiento religioso estaba en la causa de la Independencia de México. Se amalgamaban dos tradiciones”.
El 24 de febrero de 1821 una bandera tricolor diseñada por Iturbide, (encarnando los colores blanco, verde y rojo, con modificación posterior en el orden más la inclusión del águila imperial mexicana) dotada de tres franjas en diagonal y una estrella de seis picos en cada una, ondeó representando desde entonces las Tres Garantías consagradas en el Plan de Iguala, mismas que fueron juradas aquel día, y sobre las que se funda nuestro país: El verde es la Independencia, el blanco la pureza de la Religión Católica y el rojo la Unión de todos; insurgentes y realistas, mexicanos y españoles, blancos, castas, asiáticos, indios y negros, “sin ninguna otra diferencia entre sí –como establecía Iturbide en Plan de Iguala y en los Tratados de Córdoba después– más que el mérito y el valor personal”.
Iturbide, siguiendo el espíritu dominante de su tiempo, garantizó la igualdad de todos los mexicanos bajo la Ley, suprimió la esclavitud y la desigualdad racial, estableció una división de poderes cuando fácilmente pudo retener el poder en su persona, sentó las bases de una democracia a través del plebiscito o la consulta interna a las provincias cuando nunca habían sido tomadas en cuenta, propuso un atinado sistema electoral para las mismas sentando bases que sólo el espíritu de facción posterior a su muerte se han negado a ver en México, no siendo así en el extranjero. Además, instauró una monarquía constitucional moderada, adelantándose en esto y en todo lo anterior a la Europa y aún a la misma España que se presumía liberal.
Al poco tiempo de haberse publicado en el Plan de Iguala en Puebla, las adhesiones unánimes de todas las provincias harían eco del mismo a lo largo y ancho de todo el virreinato, alcanzando desde la Nueva Vizcaya y las lejanas Provincias Internas y de Oriente (lo que ahora es todo el Sur de los Estados Unidos) hasta llegar al Reino de Guatemala (que en aquel entonces ocupaba toda la América Central hasta Panamá). Consecuencia de este último caso fue la espontánea separación de Chiapas respecto a Centroamérica y su deseo de unirse a México, de acuerdo con su adhesión a nuestro plan de Independencia firmado en Ciudad Real, (hoy San Cristóbal Las Casas) ejemplo que en breve también siguió el resto de Guatemala al unirse al Imperio Mexicano.
Cuando el 24 de agosto de 1821, el nuevo virrey Juan de O’Donojú llegó a Veracruz, aceptó el hecho consumado: “La Independencia ya era indefectible sin que hubiese fuerza en el mundo capaz de contrarrestarla… Era preciso pues, acceder a que la América sea reconocida como Nación Soberana e independiente y se llame en lo sucesivo Imperio Mexicano”.
La importancia de la persona y el papel de O’Donojú radica en que él era la primera autoridad con credenciales en el gobierno; aún cuando para aquél caso no contaba con instrucciones especiales, las circunstancias le facultaban para hacer a favor de su nación todo lo que estaba en su arbitrio. Con una inteligencia clara, viendo que casi todas las provincias estaban adheridas a Iturbide, sin tropas realistas de apoyo, sólo le quedaban dos opciones: regresar a España o pactar con el Libertador y Primer Jefe para intentar obtener algunos beneficios a favor de la corona española, previendo los mejores resultados que representaba para la Madre Patria el contar con un aliado en el imperio más grande de América, sin romper abruptamente los lazos que se habían forjado a lo largo de trescientos años.
Después de pernoctar en la villa de Córdoba, se entrevistó con Iturbide amablemente y firmó con él los Tratados de Córdoba, mismos que reconocían la Independencia formalmente.
La firma de los Tratados, donde se ratificaba el Plan de Iguala, fue sin duda el momento más glorioso de la estrategia política y diplomática de Iturbide, pues con ellos culminaba la vía pacífica que proyectó hacia la tan ansiada separación de la vieja España, y con ello se abría el camino libre para marchar a la Ciudad de México.
Tal fue la trascendencia de este hecho que sus ecos se hicieron oír en la lejana América del Sur.
En la Gran Colombia con Bolívar, y en el antiguo virreinato del Perú y las Provincias del Plata por parte del otro gran Libertador José de San Martín, quien notificado de lo firmado en la villa de Córdoba, aprovechó para hacer del conocimiento de esta gran noticia tanto a su ejército de patriotas como a las fuerzas realistas, quienes intentaron concertar un armisticio, aún deslumbrados por los hechos acontecidos en México.
El 27 de septiembre el Ejército Trigarante, con Iturbide al frente, hizo su entrada triunfal en la capital ante el júbilo de toda la población. El Primer Jefe, vestido con sobriedad salvo su bicornio con las plumas tricolores, fue incesantemente aclamado por el pueblo como su Libertador. Las salvas de artillería se confundían en el aire con el general repique de todas las campanas y el inmenso número de cohetes que surcaban los cielos en tanto las calles resplandecían cubiertas de flores y de poemas que caían de los balcones y de los techos de las casas a lo largo de las antiguas calles que eran testigos de la alegría de aquel día tan particular, quizás el único verdaderamente glorioso y sin nubarrones de amenaza en nuestra historia. Los palacios, las fincas y los edificios todos se engalanaron con arcos triunfales y florales, de los balcones pendían coronas de flores y distintas colgaduras en las cuales se representaban de mil y una formas los colores trigarantes, que ahora como colores orgullosamente nacionales, eran portados por las damas de la época en sus moños, cintas, peinados y vestidos a lo largo del desfile.
Tres años más tarde, en sus memorias, el Libertador de México recordaba aún con orgullo: “Seis meses bastaron para desatar el apretado nudo que ligaba a los dos mundos. Sin sangre, sin incendios, sin robos, ni depredaciones, sin desgracias y de una vez sin lloros y sin duelos, mi patria fue libre y transformada de colonia en grande imperio”.
El hecho de que México se constituyera como Imperio debe subrayarse. El sistema de gobierno previsto y aceptado por todos fue la monarquía constitucional, pero el monarca adquirió el título de Emperador tal y como ocurrió en el Brasil con don Pedro de Braganza. Las enormes dimensiones del territorio eran argumento válido para justificar la denominación así como la indudable influencia de Napoleón quien en 1804 estableció y elevó a la nación francesa como Imperio. Desde esta iniciativa se abrieron las posibilidades para establecer imperios nacionales a lo largo y ancho de todo el mundo occidental.
Las palabras que Iturbide pronunciara en su célebre arenga cívica del 27 de septiembre de 1821 tomaban mayor sentido al momento de su coronación. Eran una esperanza pero al mismo tiempo una advertencia: “Mexicanos: ya estáis en el caso de saludar a la Patria Independiente, tal y como os anuncié en Iguala… Ya sabéis el modo de ser libres; a vosotros toca señalar el ser felices”.
Todo el día, lo mismo que el 28 de septiembre en que se rubricó formalmente el Acta de Independencia del Imperio Mexicano, el espíritu festivo continuaba en todas partes, y así se prolongó hasta el mes siguiente. Los mexicanos eran felices, y tenían razones de sobra para hacerlo: habían realizado, contrariamente a todos los designios, su Independencia en una forma rápida, sin sangre, y por primera vez todos unidos.
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