Dos cercas limitan la acción del presidente de México y amenazan al país con tres años más de parálisis. La primera es externa: el territorio de sus opositores se ha extendido y el espacio de su partido ha quedado reducido. La elección intermedia volvió a golpear al presidente, anticipando un larguísimo trienio, una prolongada y estéril despedida. La segunda muralla es interna. No se aloja en la complejidad administrativa del Poder Ejecutivo, está incrustada en la mente del presidente. Es una adicción severa y, al parecer, incurable a la lealtad.
Rodearse de leales parece el único resguardo frente a un mundo hostil. Los méritos pueden dispensarse, no la fidelidad plena al jefe. Desde la nerviosa perspectiva del adicto, la biografía independiente y la competencia personal se vuelven sospechosas. La solvencia profesional puede incubar la soberbia; la autonomía política anticipa una traición. Por ello el lealtólico encuentra gratificación en la compañía de dependientes y sólo alcanza tranquilidad rodeado de subordinados que todo le deben. El séquito le provoca una sensación de seguridad pero distorsiona severamente su juicio sobre la realidad. Recluido en su refugio de adeptos, logra descartar la discrepancia. Si no la elimina, la sitúa con facilidad fuera de su circuito: la divergencia se desplaza así al campo enemigo. Quienes lo rodean conocen mejor que nadie el trastorno del jefe: saben que el desacuerdo no pertenece al recinto de los íntimos: la discrepancia es la primera evidencia de la deslealtad.
Pocos juicios podrían ser tan pertinentes en el registro de este recelo que Carlos Castillo Peraza. Castillo Peraza fue el gran promotor del presidente, su guía y, durante muchos años, su amigo. La revista Etcétera ha publicado recientemente una carta que el político yucateco le escribió a su sucesor en la presidencia del PAN. El documento es cercano y afectivo pero no deja de ser severo y, para lo que trato de decir, atinadísimo. Castillo había dejado al frente del partido a su delfín y seguía ejerciendo de consejero. Lo respetaba pero notaba en él una incapacidad para confiar en sus colaboradores, una inseguridad vertebral que le impedía presidir. "Tu naturaleza, tu temperamento es ser desconfiado hasta de tu sombra. Si te dejas llevar por ése, entonces no te asustes de no contar ni con tu sombra: ella misma se dará cuenta que es sombra, pero que no es tuya; será sombra para sí, no contigo, no tuya". Para dirigir al partido era necesario sentarse arriba y confiar en quienes estaban abajo, estimular su creatividad, escuchar sus propuestas, estar atento a sus críticas. Castillo Peraza detectaba desde aquella carta de 1996 la propensión a empequeñecer su equipo para hacerse destacar. En lo que llama amistosamente una "intromisión", Castillo Peraza lo invita a no temer la altura de sus colaboradores. Tu liderazgo crecerá si permites que tu equipo crezca, si formas un equipo con estatura propia.
Las adicciones, es cierto, no son caprichosas. Responden a una compleja interacción de azares, estímulos, circunstancias y personalidades. La calderoniana adicción a la lealtad se explica bien por su propia biografía política -de la otra no tengo claves suficientes-. El éxito político de Calderón es una victoria de la testarudez que se planta contra la opinión pública y muchos instrumentos del juicio. La lógica ha apostado insistentemente en su contra. Él y su estado mayor de leales ha dinamitado reiteradamente esa lógica. Su mérito en muchas ocasiones se ha fincado, en efecto, en desoír a los otros y guarecerse en los suyos. Pero de aquellos triunfos parece haber extraído el aprendizaje equivocado: la estrategia de entonces habría de ser la única estrategia. Como presidente ha seguido la ruta del candidato terco protegido por sus amigos.
Al entrar a la segunda fase de su mandato, la obcecación puede tener mayores costos para su Presidencia y para México. La precariedad de su poder llamaría a una madura política de alianzas. No se ve en el horizonte. En su coalición más cercana, la adicción sigue suelta. Lejos de sellar una alianza estrecha con su partido impondrá a un leal que espolea el antagonismo interior. Cuando más necesita de su partido, menor disposición muestra para aliarse con él. Lo quiere subordinado y bien subordinado. Ese es uno de los peores efectos de su adicción. El lealtólico no es capaz de concebir alianzas: premia a los sumisos. Y prefiere someterse a correr el riesgo de un pacto.
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