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La receta y el quejido

Jesús Silva-Herzog Márquez

Especializados como nos hemos vuelto en malos diagnósticos, no es extraño que nuestras recetas cooperen al agravamiento de la enfermedad. El análisis instantáneo no se detiene en los pormenores, las raíces, las imbricaciones de la dolencia. Lo que cuenta es la idea rotunda y sencilla; el remedio inmediato y de bajo costo. Ante cualquier dolencia acudimos a los argumentos recibidos para decretar el mal y su remedio. Los lugares comunes se presentan primero como expresión de la opinión pública. Se transfiguran después en mensajes unívocos que la clase política asume como mandato. Con determinación, proclaman que han entendido las instrucciones de la sociedad y se disponen a actuar en consecuencia. La superficialidad ambiente termina en decreto. El remedio no roza el problema, pero tiene el buen tino de iniciar uno nuevo. El ingenio nacional ataca así los problemas ancestrales para acompañarlos de fresquísimos problemas.

Corremos hoy el riesgo de repetir este cuento tras las elecciones de la semana pasada. Así nos pasó con el proceso de 2006. No entendimos qué pasó, pero diagnosticamos de inmediato una cura. Aprobamos a toda velocidad una legislación expiatoria y el resultado fue la invención de nuevos problemas. Se asumió como válida la interpretación más sencilla que era, al mismo tiempo, la más vehemente: la elección había sido inequitativa; el debate había sido demasiado áspero; el dinero inclinó la balanza. A decir verdad, los hechos no correspondían al diagnóstico. La tensión post electoral no se fundaba en esas deficiencias del régimen electoral sino en la terca conspiración de deslealtades de los protagonistas: un Gobierno que intentó expulsar de la competencia a su adversario y una fuerza política que no admitió su derrota. El problema de 2006 no fue la ausencia de un debate programático y civilizado; no fue tampoco el desequilibrio en las condiciones de competencia. México se paseó en el precipicio después de la elección por la falta de compromiso democrático de los actores.

La tentación de repetir ese tropiezo de la interpretación es enorme. Vuelven a aflorar las interpretaciones urgentes que esquivan el núcleo de nuestro problema político. Se pretende seguir la pista del descontento como si éste envolviera la medicina. La fórmula del diagnóstico podrá ser absurda, pero sigue siendo atractiva. La radiografía de la insatisfacción no es más que eso: testimonio de fastidios y resentimientos. Hacer el retrato de estas inquietudes es, por supuesto, valioso, necesario aún: es una forma de medir la incapacidad de un régimen para satisfacer exigencias colectivas. Pero no hagamos receta del quejido.

Eso es precisamente lo que se escucha ahora: la sublimación intelectual de las quejas. Trato de ser preciso: el descontento que se expresa de diversos modos no es caprichoso ni mucho menos infundado. Tiene causas y una larga cadena de agravios que lo explican. El régimen democrático en México atraviesa una crisis seria y delicada. No atender su origen es ahondarla; prescribir medicinas que esquivan el mal es empeorarla. La tentación de 2009 es pensar que nuestro problema anida en un deficiente de representatividad. El discurso de aires antipolíticos y de resonancias populistas que enfrenta ciudadanos contra partidos; la gente contra los políticos insiste en ese diagnóstico. Ellos no representan a los ciudadanos. De ese simple diagnóstico proviene una breve lista de propuestas vuelta moda: desaparecer o disminuir las franjas de la representación proporcional; empequeñecer el congreso; candidaturas “ciudadanas”; consultas, plebiscitos, revocaciones; reelección inmediata. Hay, desde luego, cosas atendibles en esta prescripción. Creo, sin embargo, que no tocan el tumor que se esparce.

El núcleo de nuestro problema político es la ineficacia de nuestro pluralismo; el encubrimiento de duros cotos de impunidad; la feudalización del autoritarismo; la debilidad del poder democrático; la pervivencia de una opciones anti o semiinstitucionales. Seguir en la pista de la representatividad es una distracción de la intervención que requerimos. Seguir enclaustrados en el debate de lo electoral implica seguir patrocinando las causas de nuestro actual descontento. De la elección reciente no brotará un Congreso ilegítimo o un Congreso que no representa a la sociedad mexicana. Pero surgirá una Cámara de Diputados con enormes dificultades para decidir y para conformar, junto al Ejecutivo un Gobierno eficaz. Ahí está nuestro entuerto básico. Este año el gran hoyo de la gobernación cumplirá doce años. Desde 1997 flotamos en el mundo sin una coalición gobernante. Tenemos Gobierno, pero no tenemos capacidad de gobernar. Si queremos curar al paciente habrá que hacer la tomografía antes de dejarnos sobornar por los quejidos.

No nos distraigamos: los cambios necesarios están en la órbita del régimen presidencial y del arreglo federal. Ahí está la reforma urgente.

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