Aprehensión. Representación del momento en que fueron detenidos. Expuesta en el Museo Casa de Hidalgo en Dolores Hidalgo, Guanajuato.
Bajo el sol implacable del desierto coahuilense una avanzada compuesta por varios hombres cruzaba la soledad y el yermo que parecían interminables. La distancia sólo hacía antesala a una distancia mayor que parecía extenderse ante sus ojos tanto como aquella brecha que de un momento a otro pasó de convertirse en esa vaga sensación de vacío que amasado con la amargura de la derrota iba abriendo un abismo en el interior de cada uno. La extraña caravana compuesta por poco más de una docena de carruajes se abría paso sobre arenas, piedras, hondonadas y zarzales. Su destino era llegar a los Estados Unidos en busca de financiamiento y apoyo de su gobierno para lo que ellos consideraban su causa.
La soledad del páramo que se extiende en la muy vasta y antigua provincia de Coahuila y Texas, adjunta a la gran región del desierto de Chihuahua, representa tanto prueba como penitencia por ser similar a aquellos sitios agrestes de arenas interminables donde los primeros monjes y místicos solían ir para combatir y vencer al demonio desde los primeros años de la cristiandad. Miguel Hidalgo y Costilla, cura párroco de Dolores y versado en Teología lo sabía: este sería el lugar donde libraría la última batalla contra sus propios demonios. No iba solo, tampoco iba libre ni sujeto a su propia voluntad como cuando autoproclamado “Capitán general de la América” y sosteniendo el estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe que le regalaron las monjas de Atotonilco, diera el grito de “¡Viva Fernando VII! ¡Muera el mal gobierno! ¡Mueran los gachupines!” la noche del 15 de septiembre ante sus feligreses azorados.
Lejos quedaban para Hidalgo la pompa y el derroche con que se rodeara en Guadalajara, última sede del movimiento: los honores con Guardia de Corps propios de un monarca, el trato y el título que se otorgó a sí mismo como “Alteza Serenísima”, propio del príncipe de Asturias o exclusivo de los infantes españoles, y las fiestas con entorchados, las cenas con honores del brazo de una hermosa joven como pareja, justo antes de la derrota definitiva de sus huestes en Puente de Calderón contra las fuerzas disciplinadas de Calleja. Más lejos quedarían también, extrañamente, el recuerdo de los cinco hijos que había procreado con distintas mujeres aun en sus últimos momentos.
Había conquistado provincias enteras en poco tiempo en el Bajío, y al cabo de seis meses tuvo que huir de Guadalajara con rumbo a San Luis Potosí para llegar a Saltillo. Ahora iba preso, atado con grilletes, y degradado militarmente por aquellos mismos hombres que inicialmente se desprendieron del mando supremo de la insurrección confiando en él. La confianza vino a menos tan pronto se vieron los primeros resultados: la destrucción de Guanajuato, los saqueos y el pillaje, la victoria pírrica en Monte de las Cruces, la falta de ideas o de un proyecto político de emancipación o independencia, como siempre sugirió el ahora Generalísimo Don Ignacio de Allende y Unzaga, y las pavorosas degollinas de españoles inocentes que sembraron el temor en el Virreinato de la Nueva España, desatando una pavorosa guerra civil que les restó adhesiones y apoyo por sus métodos.
El 17 de marzo de 1811 partieron de Saltillo rumbo al norte catorce coches, quinientos mil pesos y mil combatientes insurgentes bien armados hasta que llegaron a Norias de Baján en busca de agua para proseguir su ruta al vecino del Norte y esperando los honores prometidos por el coronel Elizondo, quien se ostentaba como insurgente, sin saber que éste sería quien los habría de capturar en nombre del virrey. Ante la emboscada maquinada a traición por Elizondo en compañía de varias fuerzas regulares y de indios armados, el espíritu de lucha se encendió como por instinto en el último de los carruajes interceptados detrás de la loma de Baján. El primero en reaccionar a aquel instinto fue nada menos que Indalecio de Allende, joven hijo del Generalísimo, quien saliera disparando del carruaje en defensa de su padre y de quienes le acompañaban, recibiendo una lluvia de plomo sobre sí mismo. Tras ser capturados todos fueron llevados con el resto de la caravana al hospital de Monclova (habilitado como cárcel) para ser trasladados después y ajusticiados en Chihuahua (entonces sede de la Intendencia de las Provincias Internas) luego de una larga travesía con puntos intermedios como Parras, Viesca, Mapimí y el manantial-fuerte de Pelayo hasta llegar a su destino final.
Hidalgo, tras ser degradado como sacerdote, escribiría su propia retractación, misma donde se arrepintiera de sus excesos cometidos como cabeza inicial del movimiento y pidiendo perdón a Dios y al rey de todos sus errores. Una vez recibida la comunión el 30 de julio, fue ajusticiado. Sin embargo, el fuego de sus verdugos fue tan insuficiente para acabar con su vida, y requirió del tiro de gracia más de una vez.
Ignacio Allende, noble y valeroso, había entregado sin quererlo a la primer víctima que él mismo reservaba en sacrificio ante el altar de lo que él hubiera deseado como patria: su hijo muerto ante sus ojos, atravesado de manera intempestiva por las balas de aquellos mismos a los que pretendía ver como compatriotas suyos y a quienes él deseaba libertar. Entre el dolor desgarrador de ambas pérdidas, la de su hijo y la del movimiento que deseaba libertarlo, no le amedrentó la única certeza que tenía: perder su propia vida. Aún supo sobreponerse con dignidad y valentía frente a sus acusadores durante el juicio cuando le hicieron el cargo de ser culpable de alta traición a lo que él mismo repuso: “¡No de alta traición!.. ¡de alta lealtad!” Allende, Generalísimo e iniciador del movimiento desde las tertulias celebradas en su casa antes de 1810, fue pasado por las armas el 26 de julio de 1811.
Juan Aldama, a quien habían nombrado “embajador plenipotenciario” ante los Estados Unidos, también se les unió en el infortunio y compartió la misma suerte. El único sobreviviente sería Mariano Abasolo; escapó a la muerte pero no a la vergüenza ni al destierro ominoso en el que moriría olvidado en 1816.
Las cabezas de Allende, Hidalgo, Jiménez y Aldama quedarían cercenadas y expuestas hasta 1823 como escarnio en los cuatro quicios de la Alhóndiga de Granaditas donde Hidalgo perpetró la primera gran masacre de españoles indefensos. Así, bajo el sol implacable del desierto coahuilense se cerró un capítulo, el primero acaso, pero se abrió sin duda la pauta para iniciar aquellos que al paso del tiempo llevarían a sembrar la idea de la más completa emancipación política respecto a la vieja España y harían de México, diez años después, una nación independiente.
17 de marzo
Hidalgo y sus acompañantes partieron de Saltillo rumbo al Norte.
26 de julio
Fue pasado por las armas el Generalísimo Ignacio Allende y Unzaga.
30 de julio
Hidalgo fue ajusticiado. Requirió del tiro de gracia más de una vez.