Las democracias latinoamericanas parecen haber nacido contrahechas. En casi dos siglos de vida independiente, la mayoría de los países al Sur del Río Bravo no han construido instituciones fuertes, funcionales y respetadas por quienes se supone son gobernados por ellas. En gran medida eso explica la pobreza prevaleciente en todo el subcontinente: si las cosas no funcionan, es difícil alcanzar la prosperidad.
Un factor que propicia la falta de institucionalidad es lo fácil que resulta el andar cambiando las reglas del juego. En muchos países la Constitución puede alterarse de manera relativamente rápida y sencilla. Y ello es aprovechado por quienes, una vez instalados en el poder, no lo quieren soltar.
Así, aunque la reelección presidencial consecutiva estaba prohibida en Perú, Argentina, Brasil, Ecuador y Venezuela, en los últimos veinte años Fujimori, Mennem, Lula, Correa y Chávez se las arreglaron para introducir reformas constitucionales que les permitían permanecer en sus respectivos palacios presidenciales. A algunos les fue mal: Fujimori está en prisión, purgando los crímenes cometidos durante la década que gobernó Perú. Mennem se enfrenta al escarnio público y a los cuernos que le puso su cuero de esposa. Lula ha salido mejor librado: tiene una alta aceptación entre su gente, y ya aseguró que terminando su actual período se va a retirar. De Correa y Chávez ni hablemos. Sobre todo este último se cree enviado por Dios para redimir a Venezuela, y no concibe dejar el Palacio de Miraflores. Por ello ha promovido todo tipo de añagazas legales para perpetuarse. Y por querer hacer lo mismo, los militares echaron al hondureño Zelaya del país. Y ahí la crisis continúa sin resolverse.
El mal ejemplo resulta contagioso: ahora es el presidente colombiano Álvaro Uribe el que anda moviendo sus piezas para que se realice un plebiscito que le permita una segunda reelección. Aunque no lo ha dicho con todas sus letras, las maniobras que realizan él y sus acólitos parecen estar encaminadas a que se le permita un nuevo período presidencial a, todo hay que decirlo, uno de los presidentes más populares de América.
El problema es que con su actitud Uribe puede dañar profundamente a la democracia no sólo colombiana sino continental. Un demócrata juega con las reglas que aceptó desde un principio. Un demócrata no se cree indispensable para conseguir cambios. Un demócrata no recurre a artilugios legaloides para perpetuarse. Además, ¿con qué cara podría Uribe criticar a sus vecinos Correa y Chávez, si él cojea de la misma pata?
El asunto de una nueva reelección de Uribe no está resuelto. Pero sí queda claro que la tentación del poder suele resultar irresistible.