Hubo una vez un niño que como Peter Pan, se negó a crecer. Con la voz aniñada que conservó hasta el final de su vida, y una forma de bailar que en un alarde de dominio de su cuerpo llegó a ser más robótica que humana, consiguió imponer a los jóvenes del mundo su ritmo frenético, cardiaco. Con una gran disciplina y altas dosis de talento consiguió que la fama y el dinero le cayeran encima con todo su peso e hicieran posible que Mickel construyera y habitara en el reino de "Nunca Jamás".
"Neverlad" fue sólo una de las realizaciones de sus extravagantes fantasías. Bastaba con pedir para que sus deseos se hicieran realidad; aunque ya sabemos que hay que tener cuidado con lo que pedimos porque se nos puede conceder.
A Mickel se le concedió más allá de todo cálculo: siendo un joven negro y guapo, quiso ser blanco y se le concedió convertirse en un ser lechoso y patético. Quiso borrar los rasgos propios de su raza y consiguió una cara de muñeca siniestra. Caprichoso, autosuficiente y andrógino, tuvo sin embargo dos brevísimos matrimonios. Como el de Peter Pan, el reino de Mickel estuvo también habitado por niños, muchos niños, le gustaba convivir con ellos, él mismo tuvo dos hijos, imagino que serían sus juguetes favoritos.
Borradas sus raíces y ya sin identidad ninguna, dejó de ser persona para convertirse en personaje. Casas, autos, joyas, ropa y actitudes extravagantes hicieron de él un espectáculo. Tuvo todo lo que el dinero puede conseguir, pero no conoció el verdadero éxito, ese que tiene que ver con la felicidad. Si consideramos el conflicto con su negritud y los dolorosos procedimientos quirúrgicos a los que tuvo que someterse hasta llegar a convertirse en el monstruoso que fue al final de su vida, el esfuerzo permanente de mantener lacio el rizado natural de su cabello, su incapacidad para comprometerse con alguna forma de amor -ni siquiera por él mismo- las horas de intensos ensayos para recuperar la forma y la condición que exigían los conciertos contratados próximamente, podemos deducir que fue un ser atormentado e infeliz, que apremiado por las deudas, por los fármacos con los que intentaba mitigar la depresión y los dolores físicos que lo atormentaban, en su afán de repetir la fórmula mágica: su danza robótica, las giras espectaculares, las hazañas conseguidas a los veinte y los treinta años; cuando ya frisaba los cincuenta, su vida al final debe haber sido un infierno.
El corazón le estalló, yo creo que muy oportunamente. Lo que seguía era la decadencia del ídolo, la estrella que se apaga, el declive tan difícil de asumir cuando se ha estado en la cima. Perdón que añada un poco más a tanto de lo que hemos estado escuchando desde el momento del deceso de Mickel, especialmente cuando ya todos los canales de televisión y de radio nos entregaron pormenorizado cada uno de los momentos postmortem; desde el colapso en su casa, la ambulancia que lo transportó y hasta las palabras de los paramédicos que lo atendieron, sin olvidar el testimonio de vecinos, colegas y fans, haciendo de su muerte el mismo gran espectáculo que Mike hizo con su vida; aunque seguramente no será el último.
Cámaras y micrófonos se han arrojado como buitres sobre su cadáver para mostrarnos hasta la más recóndita de sus entrañas, para especular sobre el destino de sus pequeños hijos (me atrevo a pensar será más luminoso y saludable de lo que fueron sus días al lado de un padre depresivo y paranoico) y después, casi como un "reality show" de los que tanto nos gustan, empezarán los jaloneos por la herencia que acabará por ser su último show.
Los medios especializados tienen por delante un banquetazo. Definitivamente se muere como se vive. Mickel es un buen ejemplo de lo que no es el éxito.