Lo veo sonriente, saludando con el brazo levantado, joven. De traje, corbata anudada al cuello de la camisa en el estilo clásico. Las cámaras lo toman desde todos los ángulos, siempre sonriendo. Una sonrisa que se antoja sincera, cálida. Los seres humanos somos en el reino animal los únicos que expresamos nuestros sentimientos mediante muecas en que los músculos faciales juegan un papel importante. Un rostro nos dice todo acerca del estado de ánimo de la persona. Los párpados se entrecierran cuando el ser humano sonríe. La risa suele ser contagiosa. Las personas reaccionan, en la mayoría de los casos, correspondiendo en la misma forma a quien les sonríe. La sonrisa es una llave que abre los corazones de los demás. La sonrisa es amistad, nadie escapa a esa percepción extrasensorial que se establece entre quien envía una sonrisa y quien la recibe. Hay algo que en el devenir de la sociedad hemos ido perdiendo. Preocupados por los problemas que un mundo superpoblado nos ofrece nos hemos ido olvidando de que la sonrisa es un gesto que debemos cultivar para entregarla a los que nos rodean. Si esbozáramos una sonrisa, de vez en cuando, este mundo sería algo mejor.
La mujer se arrellanó en su asiento, mientras el chofer aceleraba el autobús que parecía un mastodonte antidiluviano resoplando, mientras el chofer le daba vuelta al volante, desplazándose por las calles de la ciudad de Montgomery, en el segregacionista Estado de Alabama. Los hombres blancos que se hallaban en el autobús le pidieron al conductor que quitara a una atrevida negra, que se negaba a ceder su lugar.
Eran los años cincuenta del siglo XX. La discriminación racial estaba en todo su apogeo. Una ley de la ciudad obligaba a los negros a dejar su asiento a los blancos cuando no quedaban más sitios disponibles en el camión. Rosa se negó a levantarse aduciendo que había pagado su billete como cualquier otro. Fue arrestada y cambió con su coraje a toda una nación sin ni siquiera proponérselo. El hecho ocurrió a mediados de la década de los cincuenta cuando estaban en vigor leyes que obligaban a la separación racial en autobuses, restaurantes y lugares públicos en todo el sur de los Estados Unidos.
Quien había desafiado la ley se llamaba Rosa Lee Parks. Sus abuelos, con los que vivió de niña habían sido esclavos. Fue condenada por quebrantar la ley y multada con 10 dólares, además de tener que pagar otros 4 por las costas del juicio. No terminó ahí el asunto pues ese mismo día los habitantes negros de aquella ciudad comenzaron un boicot contra la línea de autobuses que duró casi 13 meses. En ese tiempo casi arruinan a la compañía de transporte pues quienes lo utilizaban, en un 75 por ciento, eran negros. Los 381 días que duró la huelga provocó que el Tribunal Supremo obligaría a la ciudad de Montgomery a eliminar la segregación racial, poniendo fin a las leyes racistas que separaban a blancos y negros, expidiéndose disposiciones en lo que se denominaba la Ley Federal de Derechos Civiles. Cabe agregar que quien ejerció el liderazgo en el boicot fue un joven reverendo de 26 años, hasta ese entonces desconocido, se llamaba Martin Luther King, junior.
Eran años en que la segregación parecía no terminar nunca. Los capuchas-cónicas, que proclamaban la supremacía blanca, actuaban con absoluta impunidad.
En fin, el Presidente electo y su familia, habían salido de la casa Blair para abordar la llamada bestia, una flamante limosina que los llevaría a su destino. Un juez federal le tomaría la protesta de ley. Pondría su mano encima de un ejemplar de la Biblia, misma que utilizó Abraham Lincoln y juraría, al igual que aquél, con las palabras sacramentales. Estaría presente el espíritu del reverendo negro, luchador de los derechos civiles, que fue sacrificado por soñar en la integración racial. Después el ya Presidente, mitad americano mitad africano, presidiría un vistoso desfile militar, con tambores cornetas y trombones. En poco más de medio siglo ese hombre, de raíces kenianas, rompería con un pasado de ignominia para los de su raza. La vida es un misterio, no cabe duda.