Me asombra y me asusta la emergencia de la autoridad. Esa es la consecuencia política de la crisis sanitaria: el peligro ha desenterrado la autoridad y la ha puesto en el centro del país. No estoy hablando simplemente de la reaparición de un Gobierno que es capaz de mandar. Para quienes hablaban de un Estado Fallido, los días recientes dan muestra de que en México existe un núcleo de poder que puede lograr eficacia en momentos de alto riesgo. En efecto, el Gobierno Federal y algunos locales lograron imponer reglas severas y muy costosas. Lo hicieron con velocidad extraordinaria, poniendo en sintonía a grupos que han sido enemigos. Proyectaron un mensaje claro, consistente y continuo; modificaron en un instante la conducta de millones de personas. No puede pasarse por alto la evidencia: el Gobierno tuvo la agilidad, la capacidad y los recursos para enfrentar la emergencia sanitaria.
Pero de lo que quiero hablar no es de eso, sino de la fuente de esa reordenación política y sus posibles secuelas. El lenguaje de los preceptos sanitarios no embona en la conversación democrática. Su dispositivo de legitimación es otro. El tono es distinto, el argumento se construye de otra manera, el mensaje viene de otro lado. Creo identificar la novedad: se trata de la reaparición de una voz premoderna que se ha vuelto terriblemente actual: la voz de la autoridad. Autoridad es poder que no emplea la fuerza. Un poder que no intimida amenazando con un castigo. El influjo de la autoridad, su capacidad para determinar la conducta de otros proviene del sujeto que la emite. La figura de autoridad puede modificar la conducta de otros porque encarna valores apreciados por la colectividad: es la voz de Dios, de la experiencia, de la tradición o de la ciencia. Como enviado de lo incuestionable, Su palabra vale más que la nuestra. Nuestra voz es, apenas, voz de la calle, opinión o impulso; miopía, ignorancia. Quien encarna la autoridad, por el contrario, se eleva para mostrarnos el camino. No necesita amenazas: su figura misma muestra la ruta.
Si la autoridad de la que hablo no apela a las armas para hacerse seguir, tampoco se rebaja a la discusión con los mortales. Cualquier debate descansa en un presupuesto igualitario: los participantes están dotados de razón y conocimientos. No puede celebrarse una discusión si se cree que uno tiene el monopolio de la verdad y ejerce control exclusivo del argumento. Si es debate, la competencia por la persuasión arranca en la igualdad de los participantes. La autoridad, por el contrario, parte del principio opuesto: la autoridad sabe, la gente no. Por la voz de la autoridad habla la verdad. Puede fundarse en un libro sagrado, en la experiencia de un anciano, en la bondad de un santo o en el saber de un científico. El caso es que la relación con la figura de autoridad es, por definición, antidemocrática: se basa en la confianza que el súbdito tiene en la sabiduría e integridad moral de su superior. Por ello su voz ha de acatarse sin chistar, sin pedir más argumento que una prueba de que, efectivamente, esa voz proviene de boca autorizada.
La autoridad no se rebaja a discutir al tú por tú con sus inferiores. Su palabra es, en sí misma, orden inapelable. Lo es porque no es mandato caprichoso sino aviso enclavado en la verdad. De ahí que la autoridad sea el intento más viejo de suprimir el capricho. Para expulsar la arbitrariedad de las relaciones humanas había que encontrar a quien portara el saber y la justicia.
La democracia liberal ha descreído de esa búsqueda y ha combatido el principio de autoridad. De la idea del poder como resultado del consenso, es decir, de una igualdad originaria, proviene el golpe mortal a esa figura. El poder no deriva de una encarnación omnipotente sino de una representación con restricciones. De ahí que toda orden debe fundarse en reglas y curtirse en argumentos. Inadmisible sería que un primer ministro impusiera legislación porque el libro sagrado así lo determina. Inaceptable que el presidente dictara decretos porque la Ciencia lo obliga.
Pero la emergencia trastoca ese arreglo. La Ciencia legisla presurosamente; cancela la discusión y decreta un régimen excepcional. El poder público se asume como conducto de otra voz. En el trono de la autoridad inapelable se instala el epidemiólogo, el experto en salud pública, la oficina universal de la salud. La autoridad no pierde el tiempo argumentando. La crisis no tolera dilaciones. Nuestros protectores conocen las amenazas, diagnostican la fuente de los contagios y prescriben la receta draconiana. El enfermo acata dócilmente la instrucción del médico. Atónito ante los diplomas del consultorio, la bata blanca que viste al doctor, el aplomo de certeza que proyecta, el paciente se dispone a entregarle el brazo para la amputación salvadora. Ese paciente es el planeta asustado.