Sin pensarlo mucho fueron las de nuestra niñez.
Noches extremadamente frías, pero llenas del calor no sólo familiar sino también el proporcionado por las muchas amistades entre las que crecimos.
¡Cómo las extrañamos!
Fueron pocas, apenas once las que ahí vivimos, pero nos dejaron huella imborrable y nostalgias eternas.
No empezaban el día 16 de diciembre, sino el día primero.
Todo el mes era de fiestas, pastorelas, tamaladas, piñatas, juegos y demás.
Lo más impactante era ir a la casa de Antonion de Lara para ver desde fines de noviembre cómo preparaba las pastorelas, con tanto personaje en escena, utilizando la gran sala de su bonita casa, junto al arroyo.
Cierta vez hasta nos dio un papelito, de un ángel que acompañaba a la Virgen.
Mamá nos hizo las alas y la alba túnica y ella misma nos ayudó a memorizar pronto las pocas palabras que diríamos.
Luego, todas las noches nos íbamos a la casa de Juanito de Barro a comer tamales y buñuelos, porque en ninguna parte los hacían tan ricos como ahí.
De un rancho lejano venía cada Navidad la tía Felícitas que nos traía piñones, quesos, y dulces de bisnaga.
La esperábamos con ansia porque en sus morrales había mucha comida.
Las piñatas estaban por todos lados, como que había competencia para hacer las mejores y ponerles adentro naranjas, dulces, y muchos cacahuates.
Comíamos en la mañana, en la tarde y sobre todo en la noche. Era una de comer que no tenga idea.
La luz eléctrica fallaba mucho, así que la mayoría de las noches eran oscuras, y así andábamos por las calles escuchando voces de quienes platicaban y tratando de recordar quiénes eran los que hablaban.
Se hicieron populares los faroles, hechos de papel en forma de acordeones y que llevaban una velita adentro para medio iluminar.
Dicen que en nuestro pueblo siguen igual las cosas, con gente amable que intercambia comida, sorpresas y mucha amistad.
De la vida misma
