Quien no conoce los errores de la historia está condenado a repetirlos, pero quien desconoce sus aciertos también lleva en su ignorancia una suerte de condena: desperdicia la experiencia y modelos que pudieran ayudarle a desempeñar mejor sus tareas, máxime si éstas son públicas.
Ante la difícil situación del México actual cabe preguntarnos qué hicieron los hombres del pasado para construir nuestra patria y qué hacen los de hoy, para destruirla.
Los niveles de la política nacional y sus protagonistas en los distintos órdenes de Gobierno son lamentables y en muchos casos vergonzosos. Examinamos los acontecimientos de cada día y la gestión de las autoridades responsables, escuchamos las declaraciones de numerosos funcionarios, analizamos sus propuestas, la forma como rebaten las de sus colegas, y no podemos más que escandalizarnos ante la ignorancia de muchos, la falta de responsabilidad y compromiso que muestran en sus acciones y disertaciones, el cinismo con que declaran posturas absurdas, la desvergüenza de aferrarse con uñas y dientes al puesto, sin tener noción de lo que deben hacer, ajenos a lo que implica ser gobernante, diputado, senador, ministro, jefe político. Y la situación se agrava cuando entendemos que a estos hombres y mujeres responsables de cargos políticos que no saben desempeñar, los siguen multitudes más ignorantes que ellos, atraídas por las migajas de poder que tendrán, por lo que podrán hacer y tener una vez instalados, por las ganancias que les reportará ser parte del grupo, no importa a costa de qué.
Yo me pregunto qué pasaría si un día cualquiera del Congreso de la Unión en pleno, la Suprema Corte de Justicia y quienes encabezan los Palacios de Gobierno Federal, estatales y municipales, en vez de discutir la agenda estuvieran dispuestos a repasar la historia nacional (ayudados, claro está, por un buen maestro, objetivo y sin compromisos partidistas), y se detuvieran, por ejemplo, en el periodo de la Reforma. Que el propósito de esta lección no fuera estudiar las fases del movimiento ni el ideario o las polémicas de Juárez ni las protestas del clero. Que se detuvieran en los personajes que rodearon al Benemérito, ésos que dan nombre a la mayor parte de las calles y avenidas del primer cuadro de Torreón, ésos cuyas efigies bordean a todo lo largo el hermoso Paseo de la Reforma de la Ciudad de México: Mariano Escobedo, Melchor Ocampo, Donato Guerra, Santos Degollado, Lerdo de Tejada, Leandro Valle, González Ortega, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio
Guerreros combatientes, hombres de pensamiento claro y poderoso intelecto, defensores apasionados de su ideología y dispuestos al sacrificio en pro de la misma, ejercieron con dignidad y eficiencia extraordinaria los mismos cargos que ahora se antojan reducidos a su mínima expresión, al ostentarlos gente grosera, floja, irrespetuosa, sin más motivación que la codicia no satisfecha ni con el sueldo, las prebendas y los bonos desproporcionados que reciben a cambio de tan poco. ¡Qué esperanzas que los hombres ilustres de la Reforma tuvieran tiempo para interesarse en el tapiz de la silla que iban a ocupar, en los banquetes con que diariamente se regalan sus sucesores actuales o en los fistoles de oro que los identifican como empleados del Gobierno mexicano! Imposible que gastaran fortunas en masajes o en transformar el recinto de sus tareas en una especie de hotel de cinco estrellas -"spa" incluido-; tampoco se hubieran preocupado porque las cámaras de televisión (si hubiesen existido) descubrieran una arruga en sus trajes de marca o imperfecciones en el maquillaje. Ellos estaban ocupados en otras cosas: su misión era el trabajo, la propuesta inteligente, oportuna, viable y previsora; el análisis serio de problemas y la búsqueda de soluciones era una labor de tiempo completo, como lo muestran sus logros. Tan efectiva fue la labor de estos individuos, que desempeñándose como gobernadores, diputados, senadores, jueces y magistrados, secretarios de Gobierno, cancilleres, alcaldes y cualquier otro puesto en el que hubiera que tomar decisiones, modificar leyes o proponer cambios, cumplieron sus tareas sin demora, sin publicidad, sin complejos para aprovechar las ideas valiosas de colegas con ideologías contrarias. Menos de un año de gestión requirió "El Nigromante" para, a la par de participar en la tarea reformista, fundar la Biblioteca Nacional, promover la educación laica y gratuita, igualar la educación primaria de la capital y el resto de las entidades y reformar el plan general de estudios, instituir el uso del libro de texto gratuito, llevar a cabo el rescate, clasificación y nuevo destino de invaluables tesoros artísticos y culturales hasta entonces pertenecientes al clero y proveer de equipo funcional al Colegio de Minería. Y todo ello limitándose al modesto salario de los funcionarios públicos de entonces, sin apropiarse de nada, sin seleccionar un solo objeto para usufructo personal. Tampoco dudó en dejar la capital cuando fue requerido para otros quehaceres en el campo de batalla, en la provincia y en el extranjero, ni para reclamar acciones dudosas de su jefe. Y por todo pasó con la misma honestidad, eficiencia y modestia. Igual hicieron los demás del grupo, cada cual entregado a una lucha verdadera por el bien del país, con los bolsillos vacíos y el corazón lleno de ese espíritu de servicio del que presumen hoy líderes políticos que incumplen sus responsabilidades y ofenden cada vez que abren la boca, o los "paladines" que, en restaurantes costosísimos, discuten los problemas de los más pobres, fumando habanos importados, descorchando botellas de miles de pesos y degustando platillos cuyo costo equivaldría al de varias semanas de salario (si tuvieran empleo) de aquéllos a quienes representan.
No es justo desaprovechar las lecciones de la historia ni permitir que las cosas sigan como están. No es justo destinar un solo centavo para el confort de tantos funcionarios inútiles, incapaces de visualizar soluciones efectivas para la problemática nacional y empeñados en continuar ahí. Es injusto e inmoral que en medio de la crisis económica que nos agobia, se realicen campañas políticas de derroche millonario, como la que en las últimas semanas ha enrojecido nuestra ciudad. Basta calcular el costo de cada centímetro de publicidad, multiplicado por kilómetros y horas interminables, para vislumbrar el compromiso del candidato y la utilidad de su campaña. Tampoco es justo que, parafraseando al Nigromante, la política quede reducida a intrigas electorales, a gastos secretos y a corrupción de diputados, ni que el capricho personal y pertenecer a un partido distinto marginen a Torreón, porque el jefe de Gobierno Estatal excluye al municipio que no le dio el voto de los beneficios que por Ley le corresponden. No es justo que hoy mismo tengamos que afrontar el dilema de votar mañana por quien nos dé la gana, arriesgándonos a que nuestra ciudad continúe abandonada otro cuatrienio.