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Lecciones que duelen

HORA CERO

Roberto Orozco Melo

El 17 de febrero de 1982 tronó la economía mexicana bajo el Gobierno de José López Portillo. De inmediato sobrevino una devaluación monetaria que hizo llegar el valor del peso a más de 140 por cada dólar, tipo de cambio que JLP oficialmente aceptó pagar a 90 pesos por dólar. En medio de todos los fantasmas de las crisis monetarias, el mandatario estatizó la banca, contra todas las opiniones y la protesta generalizada de los empresarios, apenas opacada por los extralógicos y débiles aplausos de los diputados y los senadores.

Miguel de la Madrid era presidente electo, así que torció el gesto y no aplaudió la estatización anunciada por su antecesor en su último informe. El siguiente primero de diciembre advino la entronización de Miguel de la Madrid, exsecretario de Programación y Presupuesto con López Portillo; luego, entre 1983 y 1984, México sufrió una inflación amarrada por el Banco de México que se desató en los negros días de la aparición del ahora desaparecido subcomandante Marcos, el magnicidio de Luis Donaldo Colosio y otros tremebundos sucesos nacionales, que dieron paso a los siguientes años (1994 y 1995) en que sobrevino otra crisis monetaria. Ante el azoro del joven presidente Ernesto Zedillo, los mexicanos sangraban de sus lomos con los falaces intereses bancarios que desfasaron cualquier marco económico realista.

Los ingenuos ahorradores creyeron en los despropósitos de una banca ambiciosa y unos altos e inflados intereses: parecía que todo el campo fuera orégano. Se les hizo agua la boca al calcular los rendimientos de un dinero sin valor. Casos hubo de gente que vendió valiosas propiedades inmuebles a precio de quemazón para invertir en bonos del Gobierno o en otros generosos instrumentos bancarios. Suicidas inconscientes, otros solicitaron la jubilación anticipada en alas de un sueño absurdo: vivir sin trabajar. Creían que los altos premios al ahorro durarían para siempre. Aturdidos por el huracán de la inflación soslayaron la transitoriedad de los fenómenos financieros, y olvidaron una lección moral universal: lo único que gratifica al hombre es el trabajo productivo.

Los bancos, nuevamente privatizados, imploraron ayuda al Gobierno, igual que ahora, para solventar la pérdida de miles de millones de dólares en aquel caos financiero y fueron consolados, es decir "salvados" por el presidente Zedillo con dinero procedente de los impuestos del pueblo. Empleados antiguos de la banca se habían pensionado muy temprano y ahora, 25 años más viejos, no conseguían quién los empleara, a pesar de su experiencia. Los adultos mayores fuimos eliminados como sujetos de crédito a pesar de que muchos vivían en completa solvencia y productividad: traíamos la edad en las arrugas del rostro, en las canas y en la lerda andadura, como sentencia de muerte. ¿Quién podría confiar en alguien que se va a morir en cualquier momento? Desde entonces los salarios están virtualmente congelados, el ahorro casi no paga réditos, la tasa del desempleo aumenta, los créditos y los intereses del dinero pasivo son privilegio para los accionistas bancarios y los ricos depositantes; el campo apenas produce, la agricultura y la industria, debilitadas, caen en el campo del libre mercado bajo la desigual competencia de los tratados comerciales y todos dependemos, más que nunca, de las inversiones extranjeras, inestables por naturaleza. Para colmo nos ha caido el "'chauístle" con esta nueva crisis económica mundial, desatada e impulsada -lo dijo Obama- por el dispendio de los banqueros, la quiebra hipotecaria, los enormes gastos de guerra en Irak y la fría conciencia de George W. Bush.

Aquellos años entre 1976, 1982, 1994 y 1995 provocaron muchas heridas dolorosas a todos los mexicanos. Ahora sólo parecen ser recuerdos ingratos, páginas a las que dimos vuelta pensando que las alegres cuentas del TLC y la globalización de la economía nos "blindarían" ante todos los males; las vemos como pesadillas que nos desvelan al develar nuestra propia y feble realidad. Y ni modo: otra vez, de nueva cuenta, beberemos el agua con el ajo; las vitaminas del conformismo.

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