Con el asunto de la contingencia, recordé el teatro Ángela Peralta de Mazatlán. ¿Qué tiene que ver uno con otro? Todo. Simplemente, el recinto no hubiera adoptado el nombre de la excelsa cantante de ópera mexicana que ganó fama internacional a finales del siglo XIX, de no haber fallecido en ese puerto por una epidemia que se expandió en esa población: la famosa fiebre amarilla, también llamada "vómito negro" o "níquel", que se llevó en apenas un mes -entre mediados de agosto y septiembre de 1883- a 319 personas a la muerte. Se sabe que la mayoría de los integrantes de la Compañía de Ópera Italiana, que algunas fuentes calculan en 40 y otras en el doble, falleció por esta epidemia en el puerto. Todo el mundo lamentó la muerte del llamado "ruiseñor mexicano" que no pudo llegar ni a la primera función en el entonces teatro Rubio, que estaba apenas a unos cuantos pasos del hotel en el que se hospedaba. De todos modos, su posible público no hubiera podido asistir: estaba postrado en cama. Un telegrama de la época, enviado al secretario de Gobernación en la Ciudad de México, reportaba que hubo hasta cuatro mil personas enfermas al mismo tiempo de fiebre, incluidos algunos de los "facultativos" que podían atender a la población afectada. Mientras que el miércoles 22 de agosto de ese año una multitud de mazatlecos acudió al muelle a recibir a la cantante de talla mundial, y los que permanecieron en sus casas salieron a los balcones a ondear sus pañuelos para saludarla al paso de su elegante carruaje, ocho días después, el 30 de agosto, su cadáver salió del Hotel Iturbide en "la burra prieta", el vehículo en el que se transportaba a los cadáveres de los fallecidos por la enfermedad. El cortejo se compuso de apenas 10 personas; las puertas y ventanas de las casas que antes se abrieron para darle la bienvenida, ahora estaban clausuradas.
Por supuesto que esta es una de las múltiples epidemias que se han experimentado en nuestro país y por supuesto, no ha sido la más grave, pero la forma en que se comprendió la enfermedad y la manera en que se atendió, revela el increíble desarrollo de la ciencia en un poco más de 120 años. Sergio López, en su investigación sobre el teatro Ángela Peralta, señala que se consideraba a la fiebre amarilla como una enfermedad de transmisión aérea y que por ello se mandaron importar, "con urgencia", 250 tiros de cañón para detonarlos y "abrir la atmósfera". La idea era limpiar el aire de miasmas.
Mis abuelos siempre nos decían que abriéramos las ventanas para limpiar el aire de "miasmas", término que siempre me pareció antiguo, y es que fue una teoría muy en boga a fines del siglo XIX para explicar el origen de las enfermedades. Se consideraba que los miasmas "eran emanaciones dañinas producidas por el hombre y los animales vivos, sanos o enfermos". También se consideraban en estos miasmas a los "efluvios", es decir, las emanaciones de los pantanos o provenientes del suelo. La idea central era que los miasmas se producían en determinadas condiciones medioambientales y se propagaban a través del aire. No se pensaba que provenían de otros enfermos. Por eso, una de las medidas sanitarias que se tomaron en Mazatlán, fue "abrir el cielo" para limpiar el aire.
En esta explicación salía favorecida la gente que contaba con recursos económicos y que comenzaban a adoptar ciertas medidas higiénicas. En la investigación sobre la fiebre amarilla en Mazatlán, de Javier García y Ana Salcedo, se indica cómo un doctor llamado Ignacio Praslow, creía que las personas que se habían salvado de padecer la enfermedad en Sinaloa, era por "la comodidad de su vida, habitar casas cómodas y ventiladas y ¡tener buenas costumbres!" (los signos de admiración son de los autores del artículo). A esta teoría se opuso la "contagionista" que atribuye la enfermedad a una influencia transmitida por contacto directo o indirecto con un enfermo.
Las dos teorías, la del "miasma" y la "contagionista", que coexistieron durante siglos hasta finales del siglo XIX y principios del XX, contribuyeron a mejorar las condiciones de salud: una promoviendo medidas higiénicas de limpieza, ventilación y desinfección; la otra haciendo énfasis en la necesidad de hospitales especiales para aislar a los enfermos. Resulta increíble la manera exponencial en que la medicina se ha desarrollado en apenas un siglo, tanto, que hace unas semanas la suspensión de clases y actividades comerciales parecía una medida anticuada, arcaica, exagerada; y es que ya casi no hay quien viva para recordar las tribulaciones experimentadas en casi todo el mundo por la influenza española. Los hombres y mujeres contemporáneos nos jactamos de que prácticamente todo está bajo control y esta epidemia vino a mostrarnos que seguimos siendo vulnerables, aunque sí un poco menos ingenuos que aquellos mazatlecos que pensaban exterminar la fiebre amarilla al fragor de los cañones.