EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Los días sin días

GILBERTO SERNA

Era domingo, unos cuantos compradores transitaban viendo los estantes repletos de mercancía, pareciendo muertos vivientes en cuyos rostros se dibujaba la más grande de las tristezas. Los autobuses urbanos conducían a su destino a unos cuantos pasajeros. Las calles bostezaban, como si el tiempo se hubiera detenido encima de un tejado en una larga noche de pesadilla. Sí, se están rompiendo los más elementales lazos familiares, como tan bien lo reflejó Giovanni Bocaccio (1313-1375, en la descripción que hizo en su célebre obra El Decamerón, sino que además dio pie a las más descabelladas interpretaciones y actitudes, conduciéndonos, en medio del dolor, de la mano en una sociedad cerrada, era la edad media, carente de alma que sufría una calamidad, muy parecida, en sus efectos, a la que asola ahora los hogares de muchos mexicanos.

Era la Florencia en el Siglo XIV. En la transición entre el medievo y el renacimiento,

Llamado con respecto a Italia, el Quattrocento, encontrándose en esa época tres figuras capitales de la literatura, a saber: Dante, Petrarca y Bocaccio. El Decamerón, que se constituye por cien cuentos contados durante diez días por siete mujeres y tres jóvenes que huyen a una finca en el campo durante el tiempo que dura la pestilencia como enfermedad, que provocó una gran mortandad. Se culpa de que sobrevino la mortífera peste a la malvada manera de obrar de los humanos que desataron la justa ira de Dios enviada para corregir a los hombres, prohibiéndose a los infectados que se juntaran a los demás. Se hicieron humildes rogativas, en procesiones ordenadas, por las personas devotas. Los enfermos la trasmitían a los sanos. Por sus propios ojos, dice, miro cuando un pobre hombre cuyo cuerpo yacía en la calle, hasta el cual llegaron dos puercos, que asiéndolo con los dientes, le dieron dentelladas, los que convulsionados cayeron muertos. Unos se recogían en sus casas, otros erraban de taberna en taberna. Tal espanto se había difundido que los padres no visitaban a sus hijos, como si fuesen extraños.

Eso ocurrió antes, ahora lo que en un principio no produjo más allá de un ácido comentario contra nuestros gobernantes, considerando una falacia dirigida a desviar la atención de los problemas que causan la situación financiera, el desempleo y la inseguridad, lentamente se ha convertido en algo real que acecha en los pliegues de la palma de una mano que no podemos estrechar so pena de correr el riesgo de contaminar o de que nos contaminen. Aun no empiezan fervorosas procesiones de penitentes subiendo a los pies del Cristo de las Noas pidiendo al Creador que detenga este castigo divino en contra de una sociedad que ha perdido el camino de la decencia. No desespere, si las cosas siguen igual, a poco las habrá.

La ciudad estaba llena de dormidos despiertos, escribía Albert Camus, (1913-1960) en su obra literaria La Peste, que es la historia de lo sucedido por una extraña plaga de ratas durante la década de 1940, en la ciudad de Orán. Durante esta etapa valores, como la moral, la honestidad y la solidaridad invaden los corazones de algunos de los personajes. Se cierran las puertas de la gran ciudad, por lo que muchas familias quedan separadas. Los guardias en la frontera hacen cambiar de ruta a los barcos. El comercio decae. Los habitantes, dado lo forzoso del exilio y la inactividad, se refugian en una soledad casi sofocante. Se organizan brigadas sanitarias. En los hospitales falta espacio, en el primer mes hay un incremento de víctimas, se empiezan a utilizar recintos escolares. Se decreta el toque de queda. Los habitantes se encierran en sus casas a piedra y lodo. Se saturan los panteones, no hay más entierros, los muertos van a parar al horno crematorio.

Unas toronjas o pomelos, del tamaño de la pelota que se usa en el juego de sofbol, lucían preciosamente amontonadas, amarillas con toques sonrosados, igual que chapetes de colegiala, sin que nadie les hiciera el menor caso, a pesar de que se adivinaban jugosas, aromáticas en su pulpa, ácidas y amargas en su sabor, como ha de ser la ambrosía del cielo, el manjar de dioses. Tiempos turbios, cuando las ciudades requieren de respeto a su dignidad. Se advierte que la población está bajando la guardia, dejan el cubre bocas en casa. Aquí no ha pasado nada, aunque lucen vacías las bancas de algunos templos, con una fuerte tranca atrás del portón de acceso. El cubrebocas que deberían traen consigo la mayoría de personas, de algo sirve para detener el virus pero no del todo, en realidad se usa para que los enfermos de gripe no contaminen a los demás. En fin, ¿qué lección nos deja la influenza porcina, mexicana, humana o como sea que se llame? Tómese en cuenta que el virus es algo que sólo se alcanza a ver mediante el uso de un potente microscopio. Eso debería hacernos comprender lo débiles que somos los seres humanos. Nos sentimos los amos del universo y un pequeño bicho nos hace morder el polvo. Estamos viviendo días sin días.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 431696

elsiglo.mx