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Los dilemas de la reelección (II)

Los días, los hombres, las ideas

FRANCISCO JOSÉ AMPARÁN

 C Omentábamos el domingo pasado algunos de los pros y contras al proyecto (si se le puede llamar así) calderonista de reformar lo que sea necesario para permitir la reelección consecutiva de legisladores y alcaldes. Apuntábamos que a los mexicanos nos da una especie de erisipela crónica y hereditaria en cuanto oímos la palabra "reelección". Y ello, porque durante décadas el PRI nos dijo que esa acción era abominable, contraria a la naturaleza e invento de Satanás. No parecía haber mayor fijón en el hecho de que una buena parte de las repúblicas que en este mundo hay, presidencialistas o no, permiten la reelección del titular del Poder Ejecutivo. O que los "líderes" sindicales mafiosos lo fueran durante generaciones. Por supuesto, el rechazo a la reelección tenía un fundamento ideológico: la legitimidad del PRI (y su justificación para retener el poder siete décadas) provenía de la Revolución Mexicana. Y ésta, en teoría, había tenido una causa muy evidente: que el general Porfirio Díaz se había perpetuado en el poder, reeligiéndose siete veces (aunque no todas de manera consecutiva). Así que, desde la óptica priista, el millón de muertos, la destrucción del país y el atraso económico, político, social y hasta futbolístico que sufrió el país debido a la Revolución, todo ello quedaba justificado porque ya no habría reelección presidencial. Pues qué caro nos salió, la verdad. Después del Plan de San Luis, el único mexicano que pretendió reelegirse fue Álvaro Obregón. Y por algo el suyo fue el último magnicidio de aquella triste etapa de nuestra historia.

Plutarco Elías Calles entendió las lecciones y procedió a manejar la Presidencia tras bambalinas. Es lo que llamamos El Maximato (1928-34), período en el que Calles tuvo a tres títeres como presidentes. Cuando quiso hacer lo mismo con Lázaro Cárdenas (1934-40), la Esfinge de Jiquilpan no tuvo compasión: exilió a Calles a San Diego, y así quedaron sentadas las bases del sistema presidencial priista de los siguientes sesenta años: durante su sexenio, el presidente es Dios Omnipotente. Cuando termina su Administración, se transforma en Hellen Keller: ciego, sordo y mudo, y se abstiene de toda presencia pública y de criticar a su sucesor. Y no coqueteará con la reelección ni en el pensamiento. De hecho, el único que llegó a insinuar semejante desmesura fue el psicótico Luis Echeverría (1970-76), que en los últimos dos años de su sexenio se encargó de que algunos "periodistas" intentaran cilindrear a la opinión pública en ese sentido. Pero para principios de 1976 el de las guayaberas estaba tan desacreditado que dejó de hacerle la lucha a eso. Todavía se las arregló para que la CTM de Aguascalientes lo postulara a la Secretaría General de la ONU. Sí, esa gente carecía de sentido de las proporciones. Y del ridículo. La cuestión de la reelección presidencial no fue pertinente, ya no digamos importante, durante las primeras décadas de vida independiente de México. Y ello por una razón muy sencilla: que ser presidente de este país era totalmente inútil. Entre 1824 y 1867, sólo un presidente terminó de manera normal (y eso, es un decir) su período: el primero, Guadalupe Victoria. De ahí p'al real, ninguno completó su cuatrienio como Dios manda. Juárez gobernó (bueno, otra vez es un decir) entre 1858 y 1867 en medio de dos guerras (la de Reforma y la de Intervención Francesa), y de hecho en 1865 prolongó su período a la brava, en vista de la situación de emergencia del país. En una década (1836-46) hubo diecisiete presidentes, incluido el ínclito Francisco Javier Echeverría, que durara en el cargo 18 días, lapso que le tomó el darse cuenta de que el Congreso lo había electo para que pagara la nómina de su peculio. Pero eso sí: alcanzó a salir en los calendarios de carnicería. En aquel entonces lo que se quería era durar un semestre en la Presidencia, dejen ustedes buscar la reelección para un cargo lleno de penurias y amarguras.

Hasta que el triunfo liberal en 1867 le trajo algo de paz y de orden al país. En ese año, Juárez se reeligió en comicios constitucionales, venciendo fácilmente a un jovenazo llamado Porfirio Díaz. Éste aceptó la derrota de buen grado: creyó que su oportunidad llegaría pronto. Pero cuando Juárez (quien le había agarrado un cariño inaudito a La Silla: duró más de 14 años en ella) se reeligió de nuevo en 1871, Díaz se levantó en armas. De nada le sirvió el berrinche: fue derrotado, tuvo que partir al exilio, y la muerte de Juárez, al año siguiente, lo halló fuera del país. El relevo de Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada, convocó a elecciones inmediatas, las ganó, y dejó con un palmo de narices a Díaz. Pero Lerdo se quiso pasar de listo: cuando buscó la reelección en 1876, no sólo Díaz sino buena parte de su generación se le pusieron al brinco. Ahora sí triunfó el mixteco, enarbolando el lema de "Sufragio Efectivo, No Reelección". Del cual pronto haría mofa: fue presidente durante más de treinta años. Y mientras tanto se fue volviendo viejo. Ése fue su principal pecado. Que venimos expiando todos, de mil y una maneras, todavía un siglo después.

¿Por qué se reeligieron Juárez y Díaz (entre los dos, casi medio siglo) tan fácilmente? Pues porque de 1822 hasta el IFE ciudadanizado de hace tres lustros, era el Gobierno el que organizaba, realizaba y refrendaba las elecciones. Por eso.

En Estados Unidos, la primera república moderna del mundo, la Constitución originalmente no ponía límites a la reelección presidencial. Claro que los períodos allá son de cuatro años, lo que permite flexibilidad: si el fulano sale malo, sale pronto. Si sale bueno, antaño duraba lo que el pueblo quisiera, aunque la tradición washingtoniana limitaba las presidencias a ocho años. Sin embargo, Franklin Delano Roosevelt ocupó la Casa Blanca más de doce años (1933-45), habiendo ganado la última reelección (1944) en medio de la Segunda Guerra Mundial y cuando ya no estaba en plenitud de facultades. Por ello el Congreso norteamericano promovió en 1948 la 22ª. Enmienda, que limita a un presidente a ejercer como tal un máximo de dos períodos.

La V República Francesa es un fiel reflejo de su padre y fundador: un hombre que deseaba encarnar en su persona el papel de Francia en la historia, y que para ello necesitaba todos los poderes posibles: Charles de Gaulle. Éste creó una Presidencia fuertísima, y con períodos de siete años, con reelección. Así, fueron presidentes de Francia durante 14 años el socialista Francois Mitterrand (1981-1995) y durante 12 el derechista Jacques Chirac (1995-2007). Ello, porque antes de su reelección la Asamblea Nacional recortó el período presidencial a cinco años. En total, desde la ascensión de De Gaulle en 1958, Francia ha tenido sólo seis presidentes. Nosotros, nueve. Y creo que a Francia le ha ido mejor. Hasta en el sorteo del Mundial. Así pues, la reelección presidencial en sí misma no es ni buena ni mala, ni positiva ni nociva. Depende de la madurez del sistema político, el nivel de la ciudadanía, los pesos y contrapesos institucionales. Teniendo todo ello en cuenta en el caso de México, lo más sabio sin duda es no menearle.

Consejo no pedido para que lo reelijan como Rey Feo de su club: lea "El general", de Graham Greene, sobre la peculiar relación del viejo escritor con el autócrata panameño Omar Torrijos. Provecho.

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