A últimas fechas, el presidente Calderón ha andado enrachado proponiendo cambios y reformas de toda laya y jaez: desde transformar el esquema de inversiones de Pemex, hasta la completa reestructuración de los raspados de piña con chamoy, pasando por crear un esquema fiscal que sea un poco más justo que los tributos cobrados por Moctezuma Xocoyótzin (última época en que la mayoría pagó impuestos en este país... a punta de macanazos). Lo curioso es que esos cambios han sido urgentemente necesarios desde hace años (bueno, el de la piña con chamoy no tanto; a mí no me gusta el chamoy), por no decir décadas. ¿Y hasta ahora se le ocurre proponerlos? ¿Será que pretendió navegar con las velas al pairo, sin tocar ni con el pétalo de una rosa instituciones y procedimientos que apestan de rancio? ¿Fue realmente tan inconsciente? ¿O será que su calamitosa elección y ascensión al poder lo hizo sentir tan débil que decidió no agitar aguas de por sí procelosas? ¿Y que ahora, en vista de lo mal que le ha ido, ya le importa sorbete lo que pase en el presente, y tiene un ojo puesto en el futuro... que es lo debe hacer todo estadista?
El caso es que entre la cascada de reformas propuestas se halla la reelección de alcaldes y legisladores. Como se nos ha inoculado desde niños que la palabra "reelección" es peligrosa (siempre que no se trate de las momias que expolian desde sus puestos de "liderazgo" en los sindicatos mafiosos), la propuesta ha levantado ámpula. Lo cual demuestra cómo el México del siglo XXI sigue reaccionando de bote-pronto, de acuerdo a los reflejos condicionados pavlovianamente por el PRI a lo largo de casi todo el siglo XX.
En la mayoría de las democracias parlamentarias del mundo, la reelección de legisladores se da por sentada: de esa manera, los representantes pueden aspirar a una carrera en ese Poder, y aprender a manejar diestramente el difícil instructivo de cómo hacer leyes. Y si el diputado o senador o parlamentario resulta corrupto o idiota (o las dos cosas, que suele suceder), siempre queda el recurso de no reelegirlo. En teoría el sabio electorado sabe distinguir la fruta sana de la podrida.
En algunos sistemas, pocos, la reelección legislativa tiene límites temporales. En la mayoría, el parlamentario puede quedarse en su curul indefinidamente, siempre que sus electores le den el espaldarazo en un comicio tras otro. Así, el Viejo León Liberal Edward Kennedy fue senador por Massachusetts desde 1962 hasta este año, cuando murió: 47 años. Pero ése no es el caso extremo, al menos en lo que a Estados Unidos se refiere: Strom Thurmond, senador por Carolina del Sur, no sólo calentó sillón en el Capitolio durante más tiempo (48 años), sino que en tan augusto edificio celebró su centésimo cumpleaños. Sí, llegó a los cien años de edad siendo legislador. Como se entenderá, no era de los más dinámicos vanguardistas... lo que le sentaba perfectamente bien al Viejo Sur que tan tenazmente representaba. Y ni siquiera Thurmond es el que más ha durado como congresista norteamericano. Ese honor (¿?) le corresponde a Robert Carlyle Byrd, senador por Virginia Occidental desde enero de 1959... sí, ya cumplió medio siglo viviendo del presupuesto, bendito sea mi Padre Dios.
Durante la mayor parte de la historia de México, la reelección legislativa también era de lo más normal. De hecho, fue en los años treinta del siglo pasado que se prohibió la reelección consecutiva en cualquier cámara del Congreso. A fin de cuentas, ello propició dos fenómenos bastante nocivos: uno, que en cada Legislatura entrara una recua de novatos que tardaba dos años y nueve meses en agarrarle la onda al sistema legislativo... cuando para entonces era ya demasiado tarde. O dos, que muchos políticos parecieran chapulines, brincando de la Cámara de Diputados a la de Senadores, para regresar luego a San Lázaro. No que sirvieran para nada en ninguno de los dos lugares. Pero era la forma que se tenía de recompensar servicios prestados al Presidente o al partidazo.
Lo que constituye uno de los principales argumentos de quienes creen que la reelección de legisladores sanearía nuestro ponzoñoso ambiente político: con ello, los parlamentarios le deberían su carrera legislativa a sus votantes, no al partido ni a otro elemento no ciudadano. Y se podría tener experiencia en las Cámaras, experiencia que está evidentemente ausente desde que las ternas se alteraron en 1997. Las Cámaras dejarían de ser trampolines para arribistas o tachos de la basura para viejos desechos.
El problema que algunos analistas ven en ese panorama es que parte de una serie de suposiciones falsas: que hay ciudadanos en este país; que están enterados de qué hacen sus gobernantes y representantes; y que a la hora de la hora votan con la cabeza y no con el corazón y/o el estómago. Todas ellas, alegan, premisas incorrectas. Recuérdese que el nivel promedio de educación en México es de segundo de secundaria: académicamente somos un país de pubertos de 14 años, con todas las deficiencias intelectuales que ello conlleva. Además, si tenemos en cuenta la calidad de la educación recibida, gracias al sindicato gangsteril que la maneja, échenle otros tres años para atrás. La inmensa mayoría de la gente recibe su información (¡toda y sobre todo!) de la televisión, que si mucho cubre una noticia durante 45 segundos. De los países más grandes del mundo, somos el que menos lee. Y gracias a 70 años de PRI, tenemos una mitad de la población en la pobreza, la cual suele estar muy dispuesta a cambiar su voto por un tinaco o una despensa. ¿Ciudadanía informada y consciente? ¡Ja! Por ello esos analistas ven en la propuesta de reelección simple demagogia: la rendición de cuentas sería relativa y deficiente, en el mejor de los casos.
¿Y la reelección de alcaldes? Quizá ahí la evaluación de la gente sea mucho más informada y cercana: después de todo, se tomarían en cuenta no abstractas leyes votadas en San Lázaro por vaya uno a saber quién, sino cuánto se tardaron en reparar el arbotante o rellenar el bache de la cuadra. Sin embargo, en el caso de los gobiernos locales, la manipulación del clientelismo y la cooptación vía líderes sectoriales y barriales es mucho más sencilla.
Por supuesto, siempre habrá una ciudadanía informada, preocupada por los asuntos públicos y que está dispuesta a usar su sufragio como premio o castigo a quienes quieran seguir aplanando escaños con sus prominentes nalgatorios. Pero digamos que nos resta un buen trecho para alcanzar los niveles de conciencia y participación de las principales democracias de este mundo. Por lo menos, a ojo de buen cubero, una generación: la que necesitamos educar bien y con calidad para que este país funcione como debe. La cual, por cierto, es la generación clave del futuro de México: entre 2010 y 2040 México tendrá una masa de adultos jóvenes como nunca antes ni después en su historia, y en ese sentido será la envidia de la mayor parte del mundo. Pero si a esos jóvenes los seguimos educando con las patas para preservar los privilegios de un sindicato corruptísimo e inepto; si seguimos amarrando el potencial del país en aras de dogmas trasnochados que el resto del planeta ya desechó; si preservamos la impunidad y prepotencia de monopolios y sectores privilegiados de todo tipo, entonces habremos tirado a la basura ese oportunidad única. ¿Y saben qué? Si no la aprovechamos, México está destinado a ser un fracaso. Como en el Siglo XIX y como en el XX. Y ahora sí, para siempre.
Consejo no pedido para ser reelecto como pagador de la tarjeta de crédito. Vea la serie de HBO "John Adams", sobre uno de los políticos más interesantes de la historia norteamericana. Provecho.
Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx