Cuatro, dicen los especialistas, deben ser para cualquier gobierno democrático los objetivos de una política fiscal: 1) generar impuestos, 2) redistribuirlos y reducir la desigualdad, 3) incidir en los precios del mercado para que reflejen costos y beneficios sociales, y 4) fortalecer la representación política de los gobiernos cuando éstos dependen más de los impuestos que de otras fuentes de financiamiento, porque entonces están más obligados a la transparencia y rendición de cuentas en el manejo de los dineros públicos.
Respecto del punto cuatro, es pertinente señalar que otras fuentes fiscales son los recursos naturales, que se agotan; la ayuda externa, que puede comprometer la soberanía del país, o el financiamiento por deuda, pública o privada, que acaba por desequilibrar las finanzas y convertirse en una pesada lápida para el Estado y las posibilidades de desarrollo.
Pero hay demonios que revolotean en torno a los incómodos impuestos.
Uno de ellos es la inequidad y la desigualdad social en todos los órdenes. Con frecuencia nos referimos al injusto reparto de la riqueza, pero omitimos advertir que este grave problema tiende a resolverse si se invierten suficientes recursos en garantizar a la población oportunidades de educación y de empleo, rezago abismal que genera creciente distancia entre bienestar y desarrollo y la pobreza.
Otro es el tema de las excepciones fiscales. En un círculo recurrente no exento de perversión, se privilegia fiscalmente al capital porque genera empleos, y se acentúa la carga impositiva sobre el trabajador de ingresos bajos y medios.
Se forma así, injustamente, una fuente cautiva de recursos públicos y la inequidad permanece intocable. Quienes de esto saben, afirman que una adecuada redistribución del ingreso para reducir la desigualdad, se obtienen mediante impuestos progresivos: en buen castellano, impuestos proporcionalmente más altos a mayores ingresos.
Otra dificultad es la evasión. Se calcula que en los países en desarrollo, el nivel de evasión fiscal que genera la economía informal (producto, en mucho, de la pobreza y el desempleo) equivale aproximadamente al doble del nivel en los países desarrollados.
Un factor más, y no menor, es el de la corrupción. Cuando este cáncer invade el tejido social, los efectos son desastrosos, sobre todo en los países en vías de desarrollo. La cultura del soborno distorsiona mercados, desalienta la competitividad, vuelve cínica a la gente, quebranta el estado de derecho, estimula el lavado de dinero, pone en entredicho la integridad del sector empresarial y deslegitima al gobierno.
De acuerdo con estudiosos del tema, la corrupción obstaculiza el desarrollo e impide luchar contra la pobreza, por cataratas de retórica que se viertan en sentido contrario.
De modo que, más impuestos, sí. Pero ¿hay quien se haga cargo de los demonios? Y por supuesto, me he referido aquí a un país imaginario.
Presidente del CEN de Convergencia y senador