"No podrá ser disuelta una asamblea o reunión que tenga por objeto hacer una petición
O presentar una protesta."
Artículo noveno constitucional
Adriana es una maestra que da clases por su cuenta en la Ciudad de México. Ayer trató de llegar desde Iztapalapa, donde vive, a la colonia Juárez, donde debía impartir una clase. Nunca llegó. Un bloqueo en la avenida Ermita Iztapalapa se lo impidió. Poco importó que permaneciera prisionera en un transporte público dos horas de su vida. La maestra perdió su clase y su ingreso del día. Nunca se enteró siquiera de cuál de todas las organizaciones políticas que afirman representar a las clases populares y que han convertido las manifestaciones y bloqueos en un próspero negocio de chantaje político fue responsable de su infortunio.
Según el Gobierno capitalino, en la primera mitad de 2008 se realizaban 6.4 movilizaciones cada día en el Distrito Federal (Reforma, 6.10.08): se trata de más de 2,300 al año. La cifra incluye marchas de protesta (la mayoría), mítines políticos, concentraciones, peregrinaciones e incluso "eventos culturales". El resultado es convertir cada traslado en la Ciudad de México en una aventura de incierta conclusión.
Un grupo relativamente pequeño de activistas políticos protagoniza la enorme mayoría de estas movilizaciones. Los participantes son en buena medida profesionales y reciben su ingreso de partidos políticos, sindicatos, organizaciones sociales (como Antorcha Campesina o los Panchos Villas), oficinas gubernamentales y escuelas públicas.
Su real ocupación es, sin embargo, proporcionar la carne de cañón que nutre las manifestaciones. Son estos individuos los que gritan en el megáfono para que los acarreados coreen sus lemas como si fueran simples borregos.
Muchos de los participantes en las protestas reciben algún tipo de retribución: desde una pobre torta hasta camisetas y cachuchas, pero también dinero. A otros se les convence de asistir a cambio de participar en el botín de alguna invasión de predio. También se les promete una tajada del dinero o de los tratos preferenciales en programas gubernamentales que se obtienen precisamente con el chantaje de las movilizaciones.
Los organizadores de estas marchas se escudan detrás del artículo noveno de la Constitución que señala: "No se podrá coartar el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente
No le prestan atención, en cambio, al artículo undécimo y quizá con razón, porque su redacción parece enfocarse más al violado derecho de viajar sin pasaporte o documento de identidad que a la libertad de tránsito: "Todo hombre tiene derecho para entrar en la república, salir de ella, viajar por su territorio y mudar de residencia, sin necesidad de carta de seguridad, pasaporte, salvo-conducto u otros requisitos semejantes."
Este artículo no se aplica al parecer a más de la mitad de la población (las mujeres) y estaría siendo violado cada vez que se nos pide una identificación para subirnos a un avión, para descender de una aeronave en ciudades fronterizas o para atravesar un retén, pero no cuando un bloqueo nos impide llegar a nuestro trabajo.
Los grupos de presión del país han aprovechado constantemente esta situación constitucional. Toman como rehén a la población para buscar medidas que los beneficien de manera preferencial: "Queremos un aumento de sueldo", "Exigimos vivienda subsidiada", "Demandamos que liberen a nuestros compañeros en la cárcel", "Queremos un precio más bajo para nuestro combustible".
La autoridad no se atreve a hacer nada porque quiere evitarse problemas. Los políticos, a su vez, siempre buscan aprovechar estas movilizaciones.
Ahí están los ejemplos del Senado y de Andrés Manuel López Obrador que exigen que se abarate el diesel para así montarse en el movimiento de apenas unos dos mil transportistas que desquiciaron la Ciudad de México el 23 de marzo.
Al final muchos se benefician de este sistema perverso: los grupos de presión, que se han acostumbrado a recibir tratos preferenciales con las movilizaciones que realizan; y los políticos, que manipulan a los grupos de presión y que reciben sus generosos salarios aun cuando no lleguen a sus lugares de trabajo.
Quien paga todo el costo, por supuesto, es el ciudadano común y corriente, el que sí tiene que trabajar para sostener con sus impuestos a una enorme y parasítica clase política. A ninguno de los activistas o políticos les importa Adriana, la maestra que no pudo llegar a dar su clase este 24 de marzo y que perdió así su ingreso del día.
A pesar de su laxa definición de desempleo, la cual sostiene que una persona está ocupada aun cuando solamente trabaje una hora en toda una semana y no reciba ni un centavo de remuneración por su labor, la tasa de desocupación abierta del INEGI llegó en febrero a 5.3 por ciento, el nivel más alto desde el año 2000.
El problema afecta solamente a quienes no trabajan en el Gobierno. Nuestro sistema político protege a los burócratas y funcionarios públicos del desempleo, poco importa si su desempeño es pobre o nulo.