Hace muchos años vivía en esta ciudad un hombre bueno, un padre de familia que se quedó viudo y tenía solamente un hijo varón. Trabajando incansablemente, este señor acumuló una gran fortuna, compró muchas propiedades y ahorró varios millones de pesos. Cuando el hijo terminó sus estudios, lo incorporó de inmediato en los negocios, le enseñó su forma de trabajar y éste respondió de una manera positiva. Todo lo que el padre le decía, el hijo de inmediato lo aceptaba, por ser dócil, responsable y bueno. Así trabajaron durante cinco años, en forma por demás coordinada y ambos se sentían muy seguros al apoyarse mutuamente.
Pasó el tiempo, el padre se fue haciendo viejo y el hijo siguió siendo el mejor de los hijos. Fue en esos momentos cuando tomó la importante decisión de heredar en vida, cediendo todos sus bienes, sus acciones y sus ahorros a ese hijo que tan bueno le había salido. Así lo hizo, y la confianza otorgada por el padre, animó al muchacho a contraer matrimonio.
Después de tres años de casado, sucede algo terrible. El hijo de aquel buen hombre fallece en un accidente automovilístico. Este dramático e inesperado suceso cambia totalmente la vida del anciano. Al sentirse con poder y con dinero, la viuda impide a su suegro entrar al negocio familiar que con tanto esfuerzo y durante tantos años hizo crecer; le retira las mensualidades en efectivo que el hijo puntualmente le entregaba; lo expulsa de la casa paterna y lo obliga a salir a la calle, porque también la residencia donde vivía, la había puesto a nombre de su hijo. Dicen los que lo conocieron, que por su avanzada edad, y por los achaques que padecía, murió en la mayor de las pobrezas.
Esta historia real me ha hecho reflexionar en todos esos padres de familia que se pasaron la vida trabajando y haciendo un gran esfuerzo para reunir un patrimonio que les diera seguridad en la vejez, y a final de cuentas, por un motivo u otro, no consiguen los objetivos que tanto anhelaron. Se pasaron la vida al pendiente de las necesidades de su familia, dieron estudio a sus hijos, los formaron para que nadie los lastimara, rieron y lloraron juntos, los amaron, viajaron con ellos, les enseñaron a trabajar honestamente, y sin embargo, la vida no les pagó con la misma moneda.
Son muchos los padres de familia que conservan en su corazón un resentimiento contra sus hijos. Hijos que en un principio eran buenos, con el tiempo se fueron convirtiendo, a la vista de sus progenitores en personas egoístas y soberbias, en personas que únicamente ven por sus propios intereses, y de esa manera se olvidan de devolver aunque sólo sea un poco de lo mucho que recibieron. Por la vida tan acelerada que llevan, no se han dado cuenta que su padre ha perdido por el avance de los años, una gran parte de su energía, de su vitalidad y de su vista; camina lento, le duelen las piernas, y hace un gran esfuerzo para seguir trabajando porque no se quiere rendir, porque no desea claudicar. No se han enterado que lleva muy poco dinero en los bolsillos, que se ha encorvado porque siente que lleva un bulto pesado en las espaldas. No han observado que los sigue amando y que los busca a pesar de no ser correspondido. A pesar de que pasan frente a su casa y no se detienen para visitarlo. No se han dado cuenta que se le olvidan las cosas, y que en las cuentas que hace el viejo, ya le queda poco tiempo de vida. Al estar solo se le nublan los ojos, y se refugia en esos recuerdos de años anteriores cuando aún conservaba la esperanza.
Siempre he pensado -y estoy convencido, que el amor no se limosnea, que el amor no se puede exigir, por tratarse de algo espontáneo, limpio, transparente, espiritual y desinteresado. Sin embargo, hay casos muy especiales en los cuales duelen tanto la frialdad y la indiferencia de los hijos, que el corazón se rebela y tenemos la necesidad de ir a buscarlos otra vez, para decirles que los amamos a pesar de todo, a pesar del rechazo constante y del silencio que tanto daño nos causa. Es bueno dar amor y esperar que te lo devuelvan con creces, pero si no existe reciprocidad alguna, depositemos nuestro sentimiento en el corazón mismo de Jesucristo, y pidiéndole fortaleza, ofrezcámosle nuestro dolor por alguna intención que valga la pena.
Necesitamos acompañar a nuestros viejos, escuchar sus relatos y preocuparnos por sus necesidades. Su sacrificio, sabiduría, paciencia, ternura, lucha y esfuerzo, todo ello se irá derrumbando como los viejos árboles que se inclinan y finalmente mueren en la tierra agreste que los vio nacer.
Permite Señor, que los hijos comprendan a sus padres, que permanezcan orgullosos de él, que no lo ignoren por sentirse ahora jóvenes, sanos y fuertes; que sepan tener tacto, pero sobre todo amor. Concede a los hijos el respeto hacia sus padres, a pesar de que éstos ya no cuenten con dinero, y que su autoridad siga siendo la directriz que guíe a la familia. Que sus canas sean el recuerdo de muchas batallas que libraron, pero también el justo reconocimiento de que finalmente no perdieron la guerra. Permite Señor que no existan pleitos legales de los hijos demandando a sus padres. Que el padre jamás maldiga a sus hijos y que de él únicamente reciba bendiciones. Que tengan paz espiritual y tranquilidad económica los últimos años de su vida, y que no consideren que vivieron en vano por todas las mortificaciones que los hijos les causen.
jacobozarzar@yahoo.com