Los estudiosos de la demografía habían llegado hace rato a una especie de axioma: mientras más próspera era una sociedad, sus índices de fertilidad decrecían. Esto es, las mujeres tendían a tener cada vez menos hijos. Ello se debía a varios factores: mayor disponibilidad de métodos anticonceptivos, mujeres plenamente integradas en los procesos productivos, mayores niveles de educación
En algunos países del Primer Mundo, de hecho, a últimas fechas no se ha alcanzado la llamada tasa de reemplazo; esto es, 2.2 hijos por pareja, lo que se necesita para que la población se mantenga por lo menos constante: los que ingresan a este mundo dando berridos reemplazando a los que se van por la puerta por la que todos vamos salir.
Ello ha traído como consecuencia que varios países ricos se estén quedando con poblaciones cada vez más viejas en promedio, y que la población en lugar de crecer se reduzca. Es el caso de Japón, España e Italia, entre otros.
El desarrollo no se mide únicamente por la riqueza económica del país. También hay que tener en cuenta indicadores como la expectativa de vida, nivel educativo promedio, etc. Es lo que la ONU llama el índice de desarrollo humano. Y de nuevo, mientras más alto ese índice, menor la fertilidad. Si uno se la está pasando cachetonamente, no está muy dispuesto a echar a perder las cosas con chiquillos gritones y cambio de pañales.
Al menos, ésa era la teoría.
Hace unos días apareció un estudio en la prestigiosa revista Nature, que señala que, pasando un cierto margen del mentado índice de desarrollo humano, las sociedades acomodadas retoman la misión evangélica de crecer y multiplicarse, y los índices de fertilidad repuntan. O sea, que alcanzado cierto nivel de comodidad, la gente vuelve a hacer crecer la población.
Esto ocurre en 18 de 26 naciones estudiadas, en las que se dio un cambio en la declinación poblacional. Las causas, como suele ocurrir, son motivo de debate entre los especialistas.
Algunos apuntan a que los altos niveles de uso tecnológico permiten a las mujeres trabajar y ser madres al mismo tiempo, con más facilidad y comodidad que antes. Además, el desarrollo permite tener más y mejores guarderías, sin temor a que los niños terminen achicharrados.
Pero nadie atina a explicarse por qué el nuevo crecimiento se presenta en Estados Unidos y Noruega, pero no en Japón o Canadá. O sea que no hay una regla infalible ni una relación causa-efecto directa.
En todo caso, ésas son malas noticias para los emigrantes del Tercer Mundo, que cifran sus esperanzas en las necesidades de mano de obra de los países ricos. A fin de cuentas, quizá no resulten tan necesarios como se pensaba hasta hace poco.