Se acercaba el Día del Padre y una lluvia intensa caía sobre la ciudad anegando las calles y de paso mi corazón. Pura nostalgia por un padre que no pudo ser el que yo necesitaba y por mí que me negué a ser la hija que mi padre esperaba. Pero antes de permitir que la nostalgia me poseyera, huí de esta capital sólo para comprobar que es más fácil huir de la nostalgia que de las campañas políticas cuyos tentáculos nos alcanzan a donde quiera que vayamos. ¡Qué pesados! Y la verdad, da rabia -al menos a mí me la da- saber que en medio de la debacle económica que padecemos, el cierre de tantos negocios, los miles de desempleados y la economía familiar rechinando, tenemos que aceptar con paciencia la forma en que los partidos políticos dilapidan nuestros escasos dineros en campañas políticas tan costosas como idiotas.
Qué influenza ni qué nada, la verdadera peste es la estupidez de quienes intentan convencernos de darles nuestro voto a base de bombardearnos a toda hora con insistentes spots que reflejan claramente el exterminio neuronal que han sufrido nuestros aspirantes a servidores públicos.
Es frustrante saber que derrochamos tantos millones (que tanta falta hacen para cubrir nuestro déficit en educación, salud, alimentación) para que una pandilla de tontos nos ofrezca con toda irresponsabilidad y sin siquiera detenerse a pensarlo: "pena de muerte a los secuestradores". Me parece muy poco, a los secuestradores yo los colgaría de los testículos, pero eso es una solución muy personal y no una propuesta mínimamente estructurada o el proyecto inteligente y sustentable que ayude a construir un Estado justo y próspero capaz de abatir la ignorancia, la miseria y la impunidad que hoy generan tanta delincuencia.
"Que te den medicinas, que te den clases de computación, de inglés...". Maravilloso, yo quiero que me den, tú quieres que te den, todos queremos que nos den, pero ¿cómo pensarán? -¿Pensarán?- ¿Generar los recursos para darnos tanto a tantos? Tampoco falta el mesiánico, quien incapaz de salvar a su propio partido, nos sale con que va a salvar al país. ¡Háganme el favor!
En cada poste de la delegación donde vivo, cuelgan pendones que multiplican ad nauseam la jeta de un aspirante a diputado que asegura: "Yo sí puedo". ¡Jesús! ¿Qué será lo que sí puede? Imposible calumniar de afortunado o siquiera de convincente el eslogan de algún partido. Pero yo sigo de necia y a pesar de tanto tonto, creo que debemos votar aunque tengamos que espulgar entre piojos y liendres para elegir lo menos peor, ya que el voto es la única herramienta con que contamos -de momento- para premiar o castigar la actuación de nuestros servidores públicos. Repito, dije ser-vi-do-res- mandatarios, o sea, aquéllos que deben servirnos para con toda lealtad y al menos una elemental honestidad, llevar a cabo el mandato ciudadano.
Aquéllos a quienes vamos a confiar el timón y por llevarlo nos cobrarán en oro cada uno de sus bostezos. A veces me da por pensar que nadie les ha explicado nunca a estos servidores que se trata de servirnos y no de servirse de nosotros y del voto que les otorgamos, para malbaratarlo en beneficio de sus mezquinos intereses.
Creo que debemos votar aunque celebro la fuerza que ha cobrado el movimiento a favor de anular el voto que en principio ha conseguido preocupar al Instituto Federal Electoral que ya ofreció establecer mesas para debatir el asunto. Eso es un logro indudable de la fuerza moral que tiene una ciudadanía comprometida y activa. Es también una prueba de que ya no somos los apáticos que fuimos, que hemos madurado y aprendido a hacer uso de los recursos que la democracia nos ofrece; y también de que cuando la ciudadanía sabe lo que quiere, va por ello.